La Iglesia católica ha trazado una línea en la
arena. Ha marcado un límite tras el que está
dispuesta a resistir y a hacer frente al llamado
relativismo moral europeo, al todo vale, a lo que
considera una oleada de laicismo que amenaza con
destruir valores básicos de la sociedad y que lleva
tras de sí sombras de totalitarismo y nihilismo. La
Iglesia actúa por razones doctrinales,
evidentemente, pero también se apoya en argumentos
históricos y geopolíticos: la Europa occidental
aparece, vista desde la Santa Sede, como una región
del mundo aquejada de tendencias suicidas.
"Occidente sufre un extraño odio de sí mismo que
sólo puede calificarse de patológico", afirma en su
último libro, Europa, el cardenal Joseph Ratzinger,
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe e intelectual supremo del Vaticano. "Para
sobrevivir", añade, "Europa necesita una nueva
autoaceptación, ciertamente crítica y humilde".
El catolicismo se siente, en cierta forma, el último
bastión de la cultura europea. Un bastión bajo
asedio. La palabra persecución es pronunciada
incluso por cardenales como Renato Raffaele Martino,
presidente del Pontificio Consejo para la Justicia y
la Paz. La Iglesia se dispone a defender los valores
sociales que considera básicos, como la
inviolabilidad de la persona y la función nuclear de
la familia, tras una línea de resistencia. Y la
línea pasa por España.
Nadie en la alta jerarquía vaticana está dispuesto a
admitir que el enfrentamiento entre el Gobierno y
los obispos españoles forme parte de un conflicto de
escala continental. El de España, dicen, es un
problema puntual, generado por factores muy
concretos. Sobre todo, por el proyecto gubernamental
de convertir el matrimonio en una unión de cónyuges,
abierta, por tanto, a todas las combinaciones
sexuales posibles. Existe ya, sin embargo, el
matrimonio homosexual en Holanda, sin que ello haya
causado demasiado revuelo. Un miembro de la
jerarquía admite que, en efecto, España es
"especial, por su importancia histórica y por la
fuerza de su tradición católica".
Entre el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa
Sede sí está extendida la sospecha de que España ha
sido elegida, una vez conocidos los planes de la
nueva Administración socialista, como ámbito en el
que se impone la defensa de un modelo de sociedad
basado en tres valores irrenunciables para el
catolicismo: la familia, el respeto absoluto a la
vida y la libertad religiosa. El resultado del pulso
planteado por la Conferencia Episcopal Española
tendrá, según esos diplomáticos, una gran
trascendencia en Europa y en Latinoamérica.
Durísima carta del Papa
Los términos los marcó el propio Juan Pablo II el
pasado 18 de junio, cuando recibió las cartas
credenciales del nuevo embajador español ante la
Santa Sede, Jorge Dezcallar. El Papa entregó a
Dezcallar un carta durísima contra los proyectos de
acelerar el divorcio, ampliar los supuestos legales
del aborto y permitir el matrimonio entre
homosexuales. En los meses siguientes tomaron la
palabra tres pesos pesados de la Curia. El cardenal
Julián Herranz, español, miembro del Opus Dei,
presidente del Consejo Pontificio para la
Interpretación de los Textos Legislativos (el
ministro de Justicia vaticano), cargó contra los
planes de reforma de José Luis Rodríguez Zapatero
desde un enfoque legal. Renato Raffaele Martino,
presidente del Pontificio Consejo para la Justicia y
la Paz (o ministro de Asuntos Sociales), abordó la
perspectiva social. Y Joseph Ratzinger, presidente
de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes
llamada Santo Oficio o vulgarmente Inquisición, hizo
una crítica teológica y global.
La reforma española, declaró Ratzinger al diario La
Repubblica la pasada semana, no sólo destruía la
familia, sino el conjunto de la sociedad. "El
derecho crea la moral, o una forma de moral, porque
la gente común generalmente considera que lo que es
legal es también moralmente lícito", explicó. "Si
juzgamos esa unión [el matrimonio homosexual] como
más o menos equivalente al matrimonio, tenemos una
sociedad que deja de reconocer la especificidad y el
carácter fundamental de la familia, es decir, el ser
propio del hombre y la mujer que tiene como fin dar
continuidad, no sólo en un sentido biológico, a la
humanidad. La opción hecha por el Gobierno español
tampoco favorece realmente a esas personas [los
homose-xuales], ya que destruye elementos
fundamentales en un orden de derecho".
La doctrina católica establece que las relaciones
homosexuales (no la homosexualidad) constituyen un
pecado. Eso es bien sabido, y el ex aspirante a
comisario europeo Rocco Buttiglione se encargó de
recordarlo en una polémica comparecencia
parlamentaria.
La Iglesia condena además cualquier reconocimiento
legal de la unión entre personas del mismo sexo,
como deja muy claro un documento del cardenal
Ratzinger, Consideraciones sobre los proyectos de
reconocimiento legal de las uniones entre personas
homosexuales: "Es necesario oponerse a ellas de
forma clara y firme; hay que abstenerse de cualquier
tipo de cooperación formal a la promulgación o
aplicación de leyes tan gravemente injustas, así
como, en cuanto sea posible, de la cooperación
material en el plano aplicativo. En esta materia,
cada cual", dice el documento, "puede reivindicar el
derecho a la objeción de conciencia". Es decir, la
resistencia, en términos cívicos, debe ser tan
rotunda como frente al aborto.
El posible derecho de adopción por parte de parejas
homosexuales se considera, además de "gravemente
inmoral", una vulneración de los derechos supremos
del niño establecidos por la ONU.
El rotundo rechazo doctrinal afecta a todos los
católicos. Otra cosa es el ámbito de las relaciones
entre Estado e Iglesia. "El problema aquí radica en
la palabra matrimonio. Si se legaliza algún tipo de
unión genérica que valga para los homosexuales, a
nosotros, por supuesto, nos parece mal, pero nos
limitamos a plantear una protesta más o menos formal
y todo queda ahí. No pasa nada. Nadie sale a
manifestarse y no se crea ningún conflicto". Estas
palabras fueron pronunciadas, bajo condición de
anonimato, por un miembro de la jerarquía vaticana.
Lo que no se admite, pues, es que se redefina el
concepto de matrimonio.
Por otra parte, la Iglesia rechaza cualquier
acusación de homofobia o de voluntad de discriminar
a los homosexuales. "Es totalmente falsa la
alternativa: o reconocimiento legal o injusta
discriminación. Si en alguna parte del mundo hay
algo que implique injusta discriminación", escribe
el teólogo monseñor Ángel Rodríguez Luño, "ha de
eliminarse por caminos que no supongan injusticias y
males de la misma importancia. Un mal no se suprime
con otro mal".
Víctima y resistente
La Iglesia católica atraviesa una fase que podría
definirse a la vez como victimista (reflejada en las
frecuentes referencias a una supuesta persecución
laicista contra su fe) y resistencialista ante esa
misma supuesta persecución. Cuando en septiembre
Juan Pablo II visitó el santuario de Lourdes, en el
que fue tal vez su último viaje, pronunció una frase
muy reveladora. Con sus ya muy escasas fuerzas,
lanzó a los peregrinos un grito que parecía propio
de otros tiempos, de su época como paladín del
anticomunismo: "¡Defended vuestra libertad!". Se
refería a la libertad de vivir y manifestarse como
católicos frente a la coacción de lo políticamente
correcto, de la ciencia como valor supremo y
autónomo, del relativismo moral y de la propensión
de los Estados a renunciar a su neutralidad en
materia religiosa para decantarse hacia el lado de
la no religión.
El cardenal Ratzinger, hombre fuerte del Vaticano en
el crepúsculo del papado de Karol Wojtila, habla con
frecuencia de la "agresividad ideológica" del
laicismo, que intenta desplazar de la esfera pública
los sentimientos religiosos "en nombre de una
racionalidad que en realidad es sólo expresión de un
cierto racionalismo". En conversaciones privadas,
teólogos y miembros de la jerarquía subrayan que ese
"racionalismo laicista" contiene la semilla del
caos. "Si vale el matrimonio homosexual, también
valdrá más adelante, si un grupo de presión lo pide,
el reconocimiento legal de los tríos. Y si vale la
clonación, también valdrá, llegado el momento, la
creación de colonias de seres humanos condenados a
ser simples productores de órganos para trasplantes.
Si todo vale, nos dirigimos a una pesadilla de tipo
orwelliano", comentó un profesor de teología a este
periódico.
"Asistimos a la aparición de una intolerancia que
confunde la laicidad del Estado con el laicismo y
que no sólo se atribuye el agnosticismo y el
relativismo moral como filosofía, sino que además
considera errónea cualquier otra posición", declaró
en octubre el cardenal Julián Herranz al diario Il
Giornale. "Existe el riesgo de que se instaure una
forma de totalitarismo laico que lesione uno de los
derechos fundamentales de la persona, el de la
libertad religiosa".
Por otro lado, la jerarquía católica teme, en el
terreno geopolítico, un fenómeno de tipo contrario:
teme que el desarme moral que percibe en las
sociedades europeas las deje indefensas ante la
irrupción de los valores fuertes que trae consigo la
inmigración musulmana. "La fe en Dios de los
musulmanes, la consciencia de que todos debemos
someternos al juicio de Dios, junto con un cierto
patrimonio moral y la observancia de algunas normas
que demuestran que la fe, para existir, requiere
algunas expresiones comunes: todo eso, nosotros lo
hemos perdido un poco", señaló el cardenal Ratzinger.
En esta situación de inquietud católica, los
proyectos que anunció el Gobierno español tras la
victoria de la izquierda el 14 de marzo fueron
considerados una agresión en toda regla. "Se
abordaron a la vez la homosexualidad, el aborto, el
divorcio, la enseñanza de la religión... Ahí hay
todo un programa ideológico, un plan preconcebido de
ataque al catolicismo", declaró una fuente vaticana.
La asistencia del presidente del Gobierno, José Luis
Rodríguez Zapatero, acompañado de varios ministros,
al estreno de Mar adentro, la película de Alejandro
Amenábar sobre el suicidio asistido de Ramón
Sampedro, fue interpretada también como toma de
posición oficiosa a favor de la legalización de la
eutanasia.
Cuando el Gobierno de Zapatero quiso calmar los
ánimos y dio muestras de buena voluntad, lo hizo con
un poco de torpeza. El ministro de Asuntos
Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, aprovechó, por
ejemplo, el acto de la firma del texto
constitucional europeo, celebrado en Roma el pasado
29 de octubre, para reunirse con la máxima
discreción posible con monseñor Giovanni Lajolo,
jefe de la diplomacia vaticana. Lajolo se declaró
encantado de recibir a Moratinos y el encuentro se
desarrolló en términos muy cordiales, aunque
persistieran las diferencias de fondo. Pero las
citas a escondidas en pleno sábado no son la fórmula
preferida por el Vaticano para el desarrollo de sus
relaciones con un Estado de tanto peso como el
español. Una de sus quejas consiste, precisamente,
en que la Administración de Zapatero ha rehuido el
diálogo abierto y directo con la Iglesia, que, para
el Vaticano, está representada por la Conferencia de
los obispos españoles.
Tender puentes
"Conviene evitar las declaraciones públicas y la
tendencia a lanzar mensajes a través de los medios
de comunicación. Ahora es esencial reducir la
crispación, tender puentes y adoptar una perspectiva
de largo plazo", indicó el embajador de España ante
la Santa Sede, Jorge Dezcallar.
"La Santa Sede no puede mantener con un Gobierno
unas relaciones distintas, mejores o peores, que las
de ese Gobierno con los católicos de su propio
país", señaló a su vez Joaquín Navarro Valls,
portavoz de Juan Pablo II. Navarro Valls sugirió que
la solución al conflicto abierto no pasaría en
ningún caso por la plaza de San Pedro, sino por una
negociación directa entre las autoridades españolas
y la Conferencia Episcopal. |