A los cuarenta años del 28 de agosto
de 1963 vale la pena recordar las palabras de Martin Luther King:
"Sueño con que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero
significado de su credo: 'Afirmamos que estas verdades son
evidentes: que todos los hombres son iguales...'".
Éste es el cuadragésimo aniversario de
la Marcha hacia Washington, cuando Martin Luther King Jr. pronunció
su famoso discurso "Tengo un sueño". Quizá sea hora de reflexionar,
una vez más, sobre lo que ha sido de ese sueño.
Resulta interesante estudiar la forma
en que los iconos, una vez fuera de su contexto histórico, se
convierten en productos y se utilizan (de manera voluntaria o no)
para promover los prejuicios, intolerancias y desigualdades que
combatieron en su tiempo. Pero en una era en que todo está en venta,
¿por qué no vender los iconos? En una época donde la humanidad
entera, donde todos los seres sobre la tierra se hallan atrapados
entre la chequera del Fondo Monetario Internacional (FMI) y los
misiles estadounidenses, ¿acaso los iconos tienen escapatoria?
Martin Luther King Jr. forma parte de
una trinidad, de tal suerte que es difícil pensar en él sin que
otras dos figuras se abran paso para aparecer en la imagen: el
Mahatma Gandhi y Nelson Mandela. Los tres son los sumos sacerdotes
de la resistencia pacífica. Juntos representan, en mayor o menor
medida, las luchas pacíficas de liberación en el siglo XX, esas
luchas que quizá deberíamos llamar acuerdos negociados. Del
colonizado contra el colonizador, del antiguo esclavo contra el
dueño de esclavos.
Hoy, las elites de cada pueblo y
sociedad, en cuyo nombre se libraron las batallas por la libertad,
utilizan estos iconos como mascotas para atraer a nuevos amos.
Gandhi, Mandela, King.
India, Sudáfrica, los Estados Unidos.
Sueños rotos, traiciones, pesadillas.
Una fotografía instantánea del
supuesto "mundo libre" de nuestros días:
El pasado marzo, en la India, en
Gujarat -la Gujarat de Gandhi-, turbas hinduistas de la derecha
asesinaron a dos mil musulmanes en una orgía de violencia, haciendo
gala de una destreza espeluznante. Tras violar de forma
multitudinaria a las mujeres, las quemaron vivas. Arrasaron tumbas y
altares musulmanes. Más de ciento cincuenta mil musulmanes han
tenido que abandonar sus hogares. La base económica de la comunidad
fue destruida. Informes de testigos y de comisiones investigadoras
acusaron al gobierno estatal y a la policía de colusión con los
actos de violencia. Yo estuve presente en una reunión donde un grupo
de víctimas clamaba, "Por favor, ¡sálvenos de la policía! Es todo lo
que pedimos...".
En diciembre de 2002, ese mismo
gobierno estatal volvía al poder. Narendra Modi, acusado por muchos
de organizar los actos de violencia, inició su segunda gestión como
Primer Ministro de Gujarat. El 15 de agosto, el Día de la
Independencia, ondeó la bandera de la India ante miles de personas
que lo aclamaban. Portaba un símbolo amenazador: la gorra negra de
los Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), que lo identifica como
miembro de la organización nacionalista hindú, la cual no ha
mostrado timidez alguna en su admiración hacia Hitler y sus métodos.
En la India, ciento treinta millones
de musulmanes, dalitas, cristianos, sikhs y adivasis -por no
mencionar otras minorías- viven bajo la sombra del nacionalismo
hindú.
El maestro del oportunismo Narendra
Modi, desbordante de confianza en su futuro político, invitó a
Nelson Mandela como huésped principal de los festejos que tuvieron
lugar el 2 de octubre en Gujarat, con motivo del aniversario del
nacimiento de Gandhi. Por fortuna, Mandela declinó la invitación.
¿Y qué sucede con la Sudáfrica de
Mandela, la conocida como el Pequeño Milagro, la Nación del Arco
Iris de Dios? Los sudafricanos dicen que el único milagro que han
presenciado es la rapidez con la que el arco iris fue privatizado,
dividido y subastado a los mejores postores. En 1996, a dos años de
asumir el poder, el Congreso Nacional Africano ya se había
arrodillado sin mayores dificultades ante el Dios del Mercado. En su
premura por sustituir a la Argentina como el niño bueno del
neoliberalismo, instituyó un amplio programa de privatización y de
ajustes estructurales. La promesa del gobierno de redistribuir
tierras agrícolas entre los veintiséis millones de personas sin
tierra no pasó de ser una broma de humor negro. Mientras, el sesenta
por ciento de la población carece de tierra, la mayoría de las
tierras de cultivo está en manos de sesenta mil agricultores
blancos. (No es de extrañar que, durante su reciente visita a
Sudáfrica, George Bush calificara a Thabo Mbeki como su emisario en
lo concerniente a Zimbabwe.) Después del apartheid, los ingresos del
cuarenta por ciento de las familias negras más pobres han disminuido
casi en un veinte por ciento. Dos millones fueron evacuados de sus
hogares. Seiscientas personas mueren de sida cada día. El cuarenta
por ciento de la población está desempleada y la cifra crece de
manera alarmante. La privatización de los servicios básicos ha
significado que millones carezcan de agua y electricidad.
Hace quince días, visité el hogar de
Teresa Naidoo en Chatsworth, Durban. Su esposo había muerto de sida
el día anterior. No tenía dinero para el ataúd. Ella y sus dos hijos
pequeños son seropositivos. El gobierno le cortó el agua porque no
pudo pagar el suministro ni el alquiler de su pequeño departamento.
El gobierno ignora sus problemas, al igual que los de millones de
personas a quienes tilda de funcionar según la cultura de que "no
hay por qué pagar".
El hecho de que ese mismo gobierno
solicitara oficialmente a un juez de un tribunal estadounidense que
dictase una sentencia contraria a que las empresas paguen
indemnizaciones por su papel durante el apartheid hubiera debido
provocar un escándalo internacional. Arguyó que las indemnizaciones
-en otras palabras, hacer justicia- desalentarían la inversión
extranjera. Por consiguiente, los más pobres en Sudáfrica deben
pagar las deudas del apartheid, para que quienes amasaron fortunas
explotando a la población negra puedan ganar aún más, gracias a la
buena voluntad que despliega la Nación del Arco Iris de Dios, de
Nelson Mandela. Sus colegas en el gobierno aún llaman "camarada" al
Presidente Thabo Mbeki. En Sudáfrica, la parodia orwelliana
pertenece al género costumbrista.
¿Qué queda por decir acerca del país
de Martin Luther King Jr.? Quizá merezca la pena plantear una
sencilla pregunta: Si hoy estuviera vivo, ¿optaría por permanecer
cómodamente en su incuestionable sitial en el panteón de los Grandes
Estadounidenses? ¿O hubiera bajado del pedestal y, sacudiéndose de
encima las vacuas alabanzas, hubiera salido a las calles para
congregar de nuevo a su pueblo?
El 4 de abril de 1967, un año antes de
morir asesinado, Martin Luther King Jr. habló en la iglesia
Riverside, en la ciudad de Nueva York. Aquella tarde dijo (sólo
puedo parafrasearlo, porque ahora sus conferencias públicas son de
propiedad privada) que jamás volvería a hablar contra la violencia
de quienes vivían en los guetos sin hablar primero contra su propio
gobierno, al que calificó de principal generador de violencia en el
mundo moderno.
¿Ha sucedido algo en esos treinta y
seis años -desde 1967 a 2003- que hubiera podido hacerle cambiar de
opinión? ¿O acaso hubiera refrendado su postura tras guerras
abiertas y encubiertas, y matanzas multitudinarias que desde
entonces han perpetrado los gobiernos de su país, tanto republicanos
como demócratas?
No olvidemos que Martin Luther King Jr.
no se inició como militante, sino como un creyente persuasivo. En
1964 ganó el Premio Nobel de la Paz. Los medios lo ensalzaron como
líder negro ejemplar, a diferencia de, digamos, el más militante
Malcolm X. No fue sino tres años después cuando Martin Luther King
Jr. vinculó públicamente la guerra racista del gobierno
estadounidense en Vietnam con las políticas racistas del propio
gobierno en casa. En 1967, en un discurso militante y sin
concesiones, denunció la invasión estadounidense en Vietnam. Habló
con emotiva elocuencia de la cruel ironía de las imágenes
televisivas en que jóvenes negros y blancos, con brutal solidaridad,
quemaban las chozas de una aldea pobre, matando y muriendo juntos
por una nación que no les permitía sentarse codo con codo a la misma
mesa. Su denuncia de la guerra de Vietnam fue considerada un acto de
perfidia. Sus antiguos aliados lo condenaron y la prensa
estadounidense lo atacó con virulencia. El Washington Post
escribió, "Ha debilitado su utilidad a su causa, a su país y su
pueblo".
Ante el sentimiento antibélico que a
la sazón crecía entre los negros estadounidenses, el New York
Times ofreció una contralógica maravillosa. Publicó: "En
Vietnam, por vez primera, el negro ha tenido la oportunidad de
participar en la lucha por su país".
Omitió mencionar la observación de
Martin Luther King Jr. de que, en proporción, el número de negros
que moría en Vietnam era dos veces superior al de blancos. Omitió
mencionar que, cuando llegaron las bolsas con cadáveres, algunos de
los soldados negros fueron enterrados en cementerios segregados en
el Sur.
¿Qué hubiera dicho hoy Martin Luther
King Jr. acerca de las estadísticas federales que muestran que los
negros estadounidenses -sólo el doce por ciento de la población del
país- forman el veintiuno por ciento del total de las fuerzas
armadas y el veintinueve por ciento del ejército estadounidense?
¿Acaso hubiera adoptado una postura
optimista e interpretado que era un signo de mayor acción
afirmativa?
Después de luchar tanto por obtener el
derecho al voto, ¿qué hubiera dicho sobre el millón cuatrocientos
mil de negros estadounidenses -el trece por ciento de todos los
votantes de esa raza- que han perdido su derecho al voto por
sentencias judiciales?
Sin embargo, la pregunta más
pertinente es, ¿qué diría Martin Luther King Jr. a esos hombres y
mujeres negros que forman la quinta parte de las fuerzas armadas y
casi la tercera parte del ejército estadounidense?
A los soldados negros que peleaban en
Vietnam, Martin Luther King Jr. les dijo que debían conocer el papel
de los Estados Unidos en Vietnam y evaluar la posibilidad de ser
objetores de conciencia.
En abril de 1967, durante una enorme
manifestación antibélica en Manhattan, Stokely Carmichael describió
el servicio militar como "blancos que envían a negros a una guerra
contra amarillos para defender la tierra que ellos [los blancos]
arrebataron a los pieles rojas".
¿Qué ha cambiado? Nada, excepto, por
supuesto, que el servicio militar, en vez de ser obligatorio, lo
impone la pobreza, que es un tipo distinto de obligatoriedad.
¿Acaso Martin Luther King Jr. diría
que la invasión y ocupación de Irak y Afganistán son moralmente
distintas a la invasión estadounidense en Vietnam? ¿Diría que es
justo y moral participar en dichas guerras? ¿Diría que fue correcto
que el gobierno estadounidense apoyara política y económicamente a
un dictador como Sadam Husein durante la década de los ochenta,
mientras éste cometía los peores excesos contra kurdos, iraníes e
iraquíes, cuando era aliado contra Irán?
Y cuando el dictador comenzó a
molestar, como sucedió con Sadam Husein, ¿acaso Martín Luther King
Jr. diría que era correcto luchar contra Irak; soltar varios
centenares de toneladas de uranio empobrecido en sus campos;
degradar sus sistemas de abastecimiento de agua; instituir un
régimen de sanciones económicas que provocaron la muerte de medio
millón de niños; usar a los inspectores de las Naciones Unidas para
imponer el desarme; engañar al público acerca de un arsenal de armas
de destrucción masiva que se podía detonar en cuestión de minutos y,
después, cuando Irak estuvo de rodillas, enviar fuerzas invasoras
para conquistarlo y ocuparlo, para humillar a su pueblo, tomar el
control de sus recursos naturales e infraestructuras y otorgar
contratos de cientos de millones de dólares a corporaciones
estadounidenses como Bechtel?
Cuando condenó la guerra de Vietnam,
Martin Luther King Jr. estableció ciertos nexos que muchos, en la
actualidad, evitan. Describió, de manera explícita, las
interconexiones entre racismo, explotación económica y guerra.
¿Acaso hoy diría que es correcto que el gobierno de los Estados
Unidos exporte sus crueldades: su racismo, su imposición económica y
su máquina bélica a países más pobres?
¿Diría que los estadounidenses negros
deben luchar por su trozo del pastel estadounidense y que, mientras
más grande sea el pastel, mayor será su trozo, a pesar del precio
terrible que están pagando los pueblos de África, Asia, el Oriente
Próximo y Latinoamérica por el American Way of Life?
¿Apoyaría la incorporación del Gran Sueño Americano a su propio
sueño, ese sueño tan hermoso y diferente? ¿O acaso lo vería como una
ofensa contra su memoria y contra todo lo que defendió?
La lucha de los negros estadounidenses
por sus derechos civiles nos dio algunos de los militantes, oradores
y escritores más destacados de nuestros tiempos. Martin Luther King
Jr., Malcolm X, Fannie Lou Hamer, Ella Baker, James Baldwin y, por
supuesto, el mítico, mágico y maravilloso Muhammad Ali.
¿Quién recogió su legado?
¿Acaso los émulos de Colin Powell? ¿Condoleeza
Rice? ¿Michael Powell?
Son la imagen invertida de los iconos
o de los modelos a seguir. Parecen la encarnación de los sueños de
pueblos negros sobre éxito material pero, en realidad, representan
la Gran Traición. Son los porteros de librea que custodian las
puertas del salón de baile resplandeciente para impedir el paso de
las razas más oscuras. Su papel y propósito es trotar al paso que
marque la administración de Bush, en busca de puntos para obtener un
bizcocho en sus guerras racistas y en sus safaris africanos.
Si éstos son los nuevos iconos de los
negros estadounidenses, entonces es necesario desechar a los
antiguos, porque no pertenecen al mismo panteón. Si éstos son los
nuevos iconos de los negros estadounidenses, entonces quizá la
inquietante imagen que describe Mike Marqusee en su bello libro
Redemption Song -un Muhammad Ali viejo, enfermo de Parkinson,
anunciando pensiones de jubilación- simboliza lo que ha sucedido con
el Poder Negro, no sólo en los Estados Unidos, sino en el mundo
entero. |