Dicen
que hoy es el día universal del niño. Alguien lo
decide en alguna parte. Esos que lo deciden, ¿han
leído el libro de Francesco Tonucci “Cuando los niños
dicen ¡basta!”? Me temo que no. Tonucci va paseando
por el mundo su proyecto “La ciudad de los niños”.
Algunos alcaldes ya le ha hecho caso. Él sostiene que
no dejamos hablar a los niños, que no los escuchamos,
porque, realmente, los consideramos inferiores, sólo
proyectos de personas. No confiamos en ellos. Pero lo
peor es que ellos tampoco confían en los adultos.
Raramente somos modelos de integridad ética y humana.
No somos coherentes, ni siquiera ante ellos, ya que no
hacemos lo que decimos, y, para lavar nuestra cara,
solemos actuar desde una doble moral, o triple, es
igual. El caso es que nos hemos fabricado una ética
personal ortopédica, a media; o sea, complaciente y
adaptable a cada situación. Ya se sabe, para no quedar
mal, para salir del paso…
Hace
muchos años, visitando en Barbiana (Florencia) la
Iglesia parroquial de don Milani, adosada a la famosa
Escuela del mismo nombre, pude contemplar entusiasmado
la figura de San Escolano, colocada en una hornacina
como un santo más. San Escolano, ¡qué raro sonaba!,
pero allí estaba. ¡Un monumento al alumno! Increíble e
inaudito. Ignoro si existe otro monumento semejante en
alguna parte del mundo. Hoy procuramos tratar a los
alumnos con distanciamiento y, si cabe, con cierta
simpatía. Algunos educadores adoptan el papel de
showman, para ganárselos divirtiéndolos,
entreteniéndolos, porque consideran que la escuela es
un mal menor. Mal asunto eso de seguir presentando la
escuela como un mal. No nos extrañe después que los
muchachos acaben odiándola. Y los malos maestros,
también.
Don Milani no era,
necesariamente, amable con sus alumnos: ¿dónde está
escrito que un maestro ha de ser amable, si,
precisamente, su función, la de educar, consiste,
esencialmente, en cambiar sus costumbres y las de sus
padres? Él entregó su vida a ellos, como tantos otros
grandes educadores, célebres o anónimos. Y se enfadó
muchas veces en clase y repartió algún que otro
guantazo (“peor que el cachete es la humillación
pública, el acoso psicológico o la indiferencia”, eso
sí que es violencia. El cachete deja una marca
pasajera. Lo otro, la deja para siempre. Así que,
elegid, amigos y amigas.) Los curas, en la guerra
civil mandaban a los condenados que previamente habían
delatado con una sonrisa en los labios, prometiéndoles
el cielo eterno. La derecha cavernícola, prefiere los
eufemismos y las corrección política antes que llamar
a las cosas por su nombre. La verdad les quema, les
escandaliza y la envuelven en papel de celofán. La
izquierda sesentayochista, intelectual y burguesa,
proclama el libre albedrío y el respeto a las
libertades individuales, pero, desde la indiferencia
más espantosa a los más desfavorecidos. Eso sí, aboga
por la autonomía personal, pero deja al niño y al
adulto en la más absoluta indefensión. ¡Hala,
arréglatelas como puedas!. Y se queda tan campante.
Propugna la justicia social, pero no hace nada por
resolver la injusticia más cercana y concreta.
Mucha escuela
“progresista”, todavía no ha sabido levantar un
monumento al niño, a la niña; al alumno y a la alumna.
Su progresismo no va más allá de “el que vale,
vale, y el que no, a garantía social”. Y ahora acepta
y pide que le paguen al maestro o al profesor por
ejercer de tutor. A lo mejor así se arregla el fracaso
escolar de un plumazo (ANPE, dixit) ¡Qué vergüenza!
Recibir un complemento por cumplir una función
inherente a su trabajo de docente, de trabajador o
trabajadora de la enseñanza. ¿Qué dirán los niños!.
¿Por qué no se lo contamos a ellos, a ver qué dicen?
¿Se paga un plus a los barrenderos por barrer más
deprisa, con más entusiasmo o con vocación de limpiar
las calles? ¿Y a los albañiles por colocar ladrillos
correctamente? ¿O tal vez a los jueces por dictar
sentencias sensatas (que no son frecuentes, desde
luego)? ¿Y a los médicos por operar bien?
Si los niños hablaran a
los adultos, a sus padres, a sus maestros… Permitamos
que hoy y mañana y pasado mañana y los siguientes
días, así hasta finalizar el curso, que las niñas y
los niños hablen en clase, que se expresen y que nos
cuenten cómo nos ven a nosotros, los adultos, sus
maestros, sus padres… Eso sí que sería una buena forma
de celebrar el Día Universal del Niño en las aulas,
teniendo presente a todos esos niños y niñas que en
otras partes del mundo sufren y se les está robando la
infancia. ¡Que Dios nos coja confesados!
Alfonso Díez
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