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LA RAZÓN
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VICTORIA CON POCA, MUY POCA
GLORIA |
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VICTORIA CON POCA, MUY
POCA GLORIA
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ANTONIO FRANCO.- DIRECTOR DE
EL PERIÓDICO
Se han visto mejores caídas de dictadores. No esperábamos
ver morir a Sadam en defensa de la independencia de su
país, pero es que ni siquiera dio la cara intentando
salvar su poder personal. El día del desplome de su
régimen tuvo el deshonor de ser el gran ausente. Quizá
huyó hace días o esté muerto, pronto lo sabremos. Pero
esta encarnación del Mal Absoluto pasa a la historia como
un cobarde y como un hortera que utilizaba retretes con
incrustaciones doradas, la revelación frívola del momento
de su caída.
Tampoco maravillaron los iraquís. En el ritual de derribar
estatuas cuando se hunde un tirano esta vez parecía haber
mas deseo de cumplir el guión que entusiasmo, aunque luego
se fueron animando. Le debían de tener aún tanto miedo al
saliente como a los muy bombardeadores entrantes. Y saben
que les espera una etapa de administración neocolonial
extranjera con tantos consejeros delegados merodeando su
petróleo como militares garantizando que puedan hacerlo.
Enfrente, tampoco había grandiosidad en los soldados
americanos, que se encontraron de pronto sin enemigos por
delante. Con su superioridad tecnológica y el
aplastamiento previo desde el aire de toda la capacidad
defensiva ajena, la toma de Bagdad no tuvo ribetes de
hazaña. Y es que esos soldados han ganado una guerra
ilegal matando en proporción a muchos más civiles que a
soldados enemigos. Han derribado a Sadam a un precio tan
excesivo en sangre inocente que su triunfo, y el de los
políticos que les empujaron a combatir, carece del menor
rastro de gloria.
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Es sólo una victoria militar, no la paz
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La caída de Sadam es
positiva pero va acompañada de nubes sombrías para el
equilibrio en el planeta
El único consuelo que hemos tenido en esta desgraciada
guerra es habernos ahorrado la temida batalla final de
Bagdad calle por calle y casa por casa. Habría sido una
guinda sangrienta sobre la matanza de civiles a la que
hemos asistido en las tres últimas semanas. Pero la
evolución de los acontecimientos facilitó un desplome
beneficioso del régimen de Sadam.
GUERRA CORTA Y FÁCIL.
Los otros elementos en
principio positivos del fulminante desenlace no dejan de
provocar miedo. Ha sido una guerra corta, fácil y
contundente, tal como la había proyectado el Pentágono.
Pero las personas sensibles que se alegren por ello deben
ir con cuidado. Esa comodidad, puesta en manos de
iluminados belicistas como Bush y Rumsfeld,
puede ser un tiro por la culata contra los deseos de paz.
¿Cómo conseguiremos que Estados Unidos deje de creer en la
efectividad de una guerra preventiva contra aquellos otros
países que a su particular saber y entender lo merezcan?
Porque ese es el riesgo que crea esta rápida victoria de
la ley de la fuerza.
UN PARCHE, NO UNA SOLUCIÓN.
A corto plazo, la alegría de los iraquís por el fin de una
guerra que era la prolongación de 20 años de conflictos
armados casi ininterrumpidos puede crear una sensación
engañosa de distensión en la zona. Pero Oriente Próximo no
tendrá una paz verdadera hasta que acaben las profundas
injusticias sociales y las graves provocaciones políticas
que padece. El problema es que EEUU, el juez único de la
situación, no cree eso, por lo cual difícilmente actuará
en esa dirección. Y tendrá menos limitaciones y más
lacayos que nunca para ir en dirección contraria si le
place. La legalidad está desbordada desde la marginación
de la ONU. Con respecto al derecho internacional, entramos
en otra Edad Media.
ESPAÑA, ENTRE LOS HERIDOS.
A la alegría por la caída de Sadam, el temor a un mal uso
del infinito poder norteamericano y la preocupación por la
delicada situación internacional en que nos deja esta
guerra, en España hay que sumar otra cuestión: el profundo
desgarrón interno creado por el Gobierno al apoyar a Bush
hasta en lo que no tiene razón. Somos posiblemente, en
este plano, el herido colateral más grave del mundo. Da la
impresión de que sólo el amplio carrusel de elecciones que
vamos a iniciar dentro de muy pocos meses podrá devolver
la cohesión perdida entre quienes gobiernan y la gente de
la calle. |
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El derrumbe
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Privado de su máximo
dirigente, muerto o aislado, el oprobioso régimen de Sadam
Husein se derrumbó ayer bajo el impresionante empuje de la
fuerza militar de Estados Unidos. La caída de un dictador
de esta calaña, que ha resistido hasta el final a costa
del sufrimiento de su pueblo, es un motivo de
satisfacción. No lo es, sin embargo, el camino elegido
para conseguirlo. Aunque el olor de la victoria embargue a
quienes la protagonizan, esta guerra era evitable. El
mundo es mejor sin este dictador, pero la gestión de este
conflicto contribuye a debilitar el ya frágil orden
internacional.
Los primeros bombardeos masivos de la Operación Conmoción
y Pavor no bastaron para derribar el régimen iraquí.
Llevado por su megalomanía, Sadam Husein ha obligado a su
pueblo a seguirle en su último delirio de pasar a la
historia como el último resistente del mundo árabe ante el
nuevo cruzado del siglo XXI. Serán pocos los árabes que
lloren la desaparición de Sadam, pero es probable que
muchos se sientan hoy humillados. Y no conviene olvidar
que de la humillación alemana de Versalles surgió el
nazismo una década más tarde.
Tres semanas justas después de lanzar su ataque, la
estrategia militar del general Tommy Franks ha logrado su
objetivo, en una guerra de aplastante superioridad
tecnológica de EE UU, reflejada también en el absoluto
desequilibrio en bajas entre una y otra parte. Aunque la
guerra no haya acabado, ha sido una campaña militar de una
velocidad, una concentración de bombardeo y fuego y una
precisión sin precedentes, pero que también ha puesto de
relieve, con la muerte de tantos civiles y militares, que
no hay guerra limpia posible.
Franks supo aprovechar con flexibilidad el impulso del
avance hasta Bagdad. Y Bush ha obtenido, al fin, lo que
buscaba: las aclamaciones de cientos de bagdadíes ante la
entrada de las tropas norteamericanas. Entre ellos, había
muchos que respiraban de alivio por el fin de sus
sufrimientos; otros, por librarse de un régimen
sanguinario; y otros muchos que debían haber trocado sus
uniformes de la temida Guardia Republicana por ropa civil.
Aunque no ha habido una rebelión iraquí contra su anterior
régimen, Bagdad fue presa ayer del caos, con múltiples
saqueos que EE UU, como potencia ocupante junto al Reino
Unido, tiene la responsabilidad de combatir. La explosión
de júbilo fue mucho más marcada en el norte, en el
Kurdistán, con banderas propias que auguran un difícil
futuro a la unidad de Irak. EE UU puede, antes o después,
descubrir que muchos iraquíes odiaban a Sadam Husein y a
los suyos, pero que tampoco quieren verse ocupados por
tropas extranjeras.
Quedan bolsas de resistencia y mucho por limpiar del
antiguo régimen. La guerra no ha terminado, pero la
victoria militar es clara y sin paliativos. Falta ahora la
victoria política, la más difícil. Por eso no es una
victoria a celebrar. Gestionar la estabilización de Irak y
la región va a requerir dotes mucho más finas que las
necesarias para un buen planeamiento militar. La guerra ha
producido demasiadas víctimas, ha hecho un boquete en la
legalidad internacional, y ha puesto de relieve el peligro
de un mal uso por Estados Unidos de su inmenso poderío
militar.
Las declaraciones de Hans Blix, jefe de los inspectores de
armas de la ONU, ponen de relieve que Bush y Blair venían
preparando la invasión desde hace tiempo, y que cuando el
régimen iraquí empezó a colaborar, cortaron por lo sano y
se lanzaron a la guerra. Aznar debe una explicación sobre
su connivencia con este terrible juego. A pesar de toda la
propaganda aliada, Sadam Husein no ha hecho uso de las
armas químicas o biológicas que supuestamente tenía. Se
encontrarán, sin duda, para justificar esta guerra, pero
la certificación creíble de su existencia sólo puede venir
de un grupo independiente, como el de Blix. No de los
ocupantes, que ya intentan desviar la atención hacia el
puro cambio de régimen.
Año y medio después de iniciada la guerra de Afganistán,
EE UU no ha sabido aún concluirla. El derrumbe de Bagdad
contrasta con la caída, pacífica y popular, de las
dictaduras comunistas europeas en 1989 y 1990. Bush y
Blair han frustrado la oportunidad de vencer pacíficamente
a Sadam Husein, cuya estatua ha aguantado más de lo que se
esperaba, y de avanzar hacia un mundo en el que se
impusiera la ley para todos, y no la voluntad de quien es
el más fuerte en términos militares, aunque no en términos
diplomáticos. En la hora de la victoria no se puede
olvidar que Bush no consiguió en el Consejo de Seguridad
de Naciones Unidas los votos que necesitaba para legalizar
esta guerra que nunca debió producirse. |
Sólo tres semanas
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Sólo visible gracias al simbolismo de sus estatuas
derribadas en el centro urbano de Bagdad, Saddam Hussein
se ha convertido ahora en el gran prófugo de esta guerra.
El paradero del dictador iraquí es una incógnita, que
puede despejarse en cualquier momento o convertirse en un
nuevo fantasma, como el también desaparecido Bin Laden.
Pero la sombra de Saddam no será alargada, ahora que
carece de todo poder sobre la tierra. Los países árabes,
que ayer mismo pedían formalmente una sesión especial de
la Asamblea General de la ONU, para debatir la situación y
el futuro de Iraq, no parecen muy dispuestos a convertirse
en refugio del vencido. En realidad, la humillante derrota
de Hussein ha sido un nuevo golpe moral para el mundo
árabe. Rusia, con el acuerdo secreto de EE.UU., podría ser
el destino del paria de Bagdad, aunque ayer mismo la
diplomacia del Kremlin negaba categóricamente que Saddam
Hussein hubiera sido acogido en la embajada rusa en la
capital iraquí.
Con la cautela propia de la situación, Bush expresaba
todavía inquietud por la vida de los soldados de la
coalición, pero, casi al mismo tiempo, el secretario de
Defensa, Donald Rumsfeld, situaba a Saddam en el panteón
de los grandes dictadores de la historia. La victoria aún
no está cantada, pero la guerra sólo tiene un vencedor y
este es el Gobierno de un George W. Bush que estos días
está asegurando su reelección.
EL tiempo dirá si el 9 de abril pasará a la historia como
la fecha definitiva del final de la segunda guerra del
Golfo, ya que los propios dirigentes norteamericanos y
británicos se mostraban ayer sumamente cautos al respecto,
pero no parece aventurado afirmar que sí fue el día en que
cayó el régimen de Saddam Hussein. Aunque las noticias
sobre su paradero seguían siendo muy confusas en el
momento de redactar estas líneas, es altamente improbable
que Saddam resurja de las simbólicas cenizas que
representa el derribo de sus numerosas estatuas en Bagdad
y en otras ciudades del país.
El vicepresidente norteamericano, Dick Cheney, cifró ayer
en un millón de personas el número de víctimas mortales
causadas por el dictador de Bagdad y aunque esa cifra se
nos antoje demasiado redonda como para revestir alguna
credibilidad histórica, es evidente que el mal infligido
por su duradero régimen casi 24 años como presidente, más
otros 11 anteriormente como hombre fuerte del país, tanto
a sus vecinos como a sus propios conciudadanos, ha sido
incalculable.
No hay dos guerras iguales y esta segunda contienda del
siglo XXI la primera fue la de Afganistán, pero en ningún
caso cabe ignorar otros sangrientos conflictos que se
prolongan durante lustros, como el del Congo ha
presentado aspectos especialmente novedosos. En apenas 12
años, desde el final de la primera guerra del Golfo, la
tecnología armamentística norteamericana ha registrado
avances inimaginables. No es sólo una cuestión inversora
aunque, ciertamente, ayuda que el presupuesto
norteamericano dedicado a la defensa supere la suma de lo
que dedican a ese apartado los quince países que le
siguen. Es, sobre todo, un incremento exponencial en el
campo de las comunicaciones, que permite detectar la
presencia de objetivos militares en situaciones
extremadamente complejas, incluso en entornos urbanos.
Y junto a ello, la celeridad. El plan bélico del alto
mando norteamericano, que fue objeto de serias críticas y
que el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, se cuidó
insistentemente en atribuir al general Tommy Franks, tenía
por objeto llegar a Bagdad cuanto antes y, objetivamente,
los tres semanas que han mediado entre los primeros
proyectiles que cayeron sobre la capital iraquí y el
desmoronamiento del régimen de Saddam es un plazo muy
corto. La primera guerra del Golfo duró prácticamente el
doble y la citada campaña de Afganistán, ante un enemigo
notablemente inferior, se prolongó a lo largo de casi dos
meses y medio.
No vamos a caer en macabras especulaciones sobre si las
víctimas civiles y militares han sido pocas o muchas. Para
los millones de personas que en todo el mundo han
considerado que esta guerra es inmoral, innecesaria e
injusta, ninguna de las muertes puede ser justificada.
Destacar en cualquier caso, abundando en la citada
superioridad del Ejército aliado, que las bajas mortales
estadounidenses y británicas apenas han superado el
centenar.
Sin embargo, la propia naturaleza de la operación militar
ha dejado extensas zonas de Iraq en una inquietante
situación de vacío de poder. Es, según todos los indicios,
el principal reto de los próximos días y semanas.
La vieja Europa tendrá ahora que resituarse para no
perder sus oportunidades en la decisiva administración de
la posguerra. Desde luego, EE.UU. no da ninguna señal de
estar pensando en abrir el juego. Ayer mismo , el
vicepresidente Dick Cheney anunciaba que el próximo sábado
se celebrará una primera reunión, que simbólicamente
tendrá lugar en Iraq, entre funcionarios estadounidenses e
iraquíes, para crear una autoridad interina y ponerla en
funcionamiento. La calculada ambigüedad de Washington se
desarrolla, lógicamente, en función de unos
acontecimientos que se están desarrollando a toda
velocidad, pero el papel de la ONU y de la OTAN sigue en
el aire, ante el silencio expectante de los líderes
europeos. Si el británico Blair se mostraba encantado
ante las imágenes que llegaban de Bagdad, el alemán
Schröder, tenaz opositor de la guerra, manifestaba que la
victoria de la coalición anglo-norteamericana es
deseada. En España, Aznar escuchaba nuevas críticas de
la oposición y soportaba el plante periodístico en el
Senado y el Congreso, pero la presión por su apoyo a
Estados Unidos sólo puede disminuir a medida que las
noticias sobre el fin del régimen de Saddam se confirmen.
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DE
COMO LA APISONADORA APLASTO AL TIGRE DE PAPEL
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La imponente estatua de
Sadam en el centro de Bagdad, erigida en conmemoración de
su 65 aniversario, fue derribada ayer entre vítores -y
algunas lágrimas- de los cientos de iraquíes que
contemplaban el espectáculo. La capital de Irak está desde
ayer bajo la soberanía de las fuerzas estadounidenses, que
recorrieron sus calles sin incidente alguno.Grupos
aislados aplaudían a los soldados y quemaban efigies y
símbolos de Sadam, mientras las cadenas de televisión
retransmitían escenas de saqueo de los edificios
oficiales. ¿Dónde está el dictador? ¿Dónde se hallan su
familia y su Gobierno? ¿Dónde se ha escondido la temida
Guardia Republicana? La resistencia del régimen de Sadam
en Bagdad -salvo focos muy aislados- se desmoronó ayer,
cogiendo incluso por sorpresa al alto mando aliado, que no
se esperaba un cese tan repentino de las hostilidades.
Desde la entrada de las tropas por la frontera de Kuwait a
la caída de Bagdad han transcurrido solamente 21 días, con
apenas un centenar de bajas de los aliados.
Es imposible todavía hacer
balance de las víctimas civiles y militares del lado
iraquí, que probablemente ascienden a decenas de miles.
Pero lo que este conflicto ha dejado acreditado, fuera de
toda duda, es la aplastante -casi obscena- superioridad
bélica de EEUU, que ha arrasado literalmente al Ejército
iraquí. Lo que hemos visto a lo largo de estas tres
semanas es una exhibición militar apabullante, digna de la
mejor feria internacional de armamento. No es posible ya
albergar duda alguna sobre la mortífera eficacia de los
helicópteros Apache, los tanques Abrams y los aviones A-10
y F-18, que forman parte de una poderosa maquinaria
bélica, capaz de intervenir en cualquier punto del globo.
No había tal amenaza El impresionante despliegue militar y
logístico de EEUU en esta guerra contrasta con la
debilidad de Sadam Husein, que, como sucedió hace doce
años, ha resultado ser un tigre de papel.
La caída de Bagdad y el
desarrollo de la guerra pone en evidencia la falta de
justificación del ataque de Bush y sus aliados, que
fundamentaron su acción en que Sadam poseía armas de
destrucción masiva y estaba dispuesto a utilizarlas o
cederlas a un grupo terrorista. Colin Powell aseguró ante
el Consejo de Seguridad que Irak disponía de 500 toneladas
de gas nervioso, decenas de miles de litros de ántrax y
botulina, laboratorios móviles para fabricar armas
químicas, misiles prohibidos por la ONU y que estaba
desarrollando un programa nuclear secreto, capaz de poner
a punto una bomba atómica a corto plazo. Lo único que han
encontrado las fuerzas estadounidenses son máscaras
antigás, algunos uniformes de protección contra armas
químicas y antídotos en muy pequeña cantidad. ¿Dónde está
ese terrible arsenal al que se refería Powell? Al margen
de las hipótesis, el hecho es que Sadam no ha utilizado
armas de destrucción masiva en este conflicto. Si las
tenía y eran efectivas, no se entiende por qué no las ha
utilizado cuando estaba acorralado en Bagdad. ¿O acaso se
ha comportado como un líder prudente y responsable? Y si
no las tenía, ésta ha sido una guerra basada en un gran
engaño.
El Ejército vencedor
tiene ahora la obligación moral de encontrar esas armas de
destrucción masiva y mostrárselas al mundo. Pero, como
recalcaba ayer The New York Times, cualquier hallazgo de
un arsenal prohibido tiene que ser verificado por expertos
de Naciones Unidas, ya que si no siempre quedará la duda
sobre la veracidad de las pruebas. El día después El
conflicto no ha terminado porque persisten algunos focos
de resistencia al sur de Bagdad y las tropas aliadas no
han entrado todavía en Tikrit, el feudo natal de Sadam,
Mosul y Kirkuk. Es pronto para saber si estas tres
ciudades van a resistir al Ejército aliado o si, tras ver
las imágenes de Bagdad, van a rendirse sin disparar un
solo tiro. Pero una de las tareas más urgentes -quizás la
primera- es implantar la seguridad y el orden en las
calles de Bagdad y Basora, poniendo fin a los saqueos y a
cualquier tipo de venganza o violencia física contra los
seguidores de Sadam. La imagen de los marines mirando
pasivamente estas tropelías no favorece para nada el
prestigio de EEUU en el mundo. Otra prioridad esencial es
la distribución de alimentos, medicinas y bienes de
primera necesidad entre la población que ha sufrido este
conflicto. Las fuerzas militares aliadas son en estos
momentos el único instrumento para hacer llegar a los
iraquíes la ayuda humanitaria y, por tanto, deben cumplir
este papel hasta que la ONU no esté en condiciones de
operar en Irak. Ahmed Chalabi, uno de los líderes de la
oposición a Sadam, pidió ayer a las autoridades militares
estadounidenses que ayuden a restablecer la electricidad y
el suministro de agua en Nasiriya y en otras ciudades. Es
también una buena sugerencia, que serviría para
reconciliar al Ejército aliado con los iraquíes.
La reconstrucción de las
infraestructuras del país y la transferencia del poder
militar a un Gobierno representativo pueden tardar
bastantes meses, pero ello no es óbice para que el
Pentágono asuma estas responsabilidades inmediatas,
orientadas a paliar el drama de esta devastadora guerra.
Falta por saber el paradero de Sadam, sus hijos y
colaboradores como Tarek Aziz, que se esfumaron ayer. ¿Han
muerto en alguno de los bombardeos de estos pasados días?
Bush no puede permitir que se repita la historia de Bin
Laden y el mulá Omar. Y, por ello, tiene que hacer todos
los esfuerzos para detener a Sadam y sus ministros, cuyos
crímenes no deben quedar impunes si todavía están vivos.
Su poder ha quedado reducido a la nada, aunque el precio
pagado por el pueblo iraquí ha sido inmoralmente alto y el
precedente establecido -con este ataque preventivo en un
sitio donde había bien poco que prevenir- ha resultado
inquietantemente grave. |
El derrumbe de Bagdad |
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Con la imagen de la estatua
de Sadam Hussein cayendo ante los blindados
estadounidenses en pleno centro de Bagdad, el
desmoronamiento del régimen iraquí es ya una realidad
incuestionable. Ahora bien, esto no significa que la
guerra se pueda dar por concluida. Certificar técnicamente
el fin de una contienda, que desde su gestación ha sido
cuando menos anómala, no es sólo cuestión de controlar
militarmente la capital y las principales ciudades. El
desplome del sistema -una refinada dictadura tribal basada
en implacables estructuras de seguridad- ha sido siempre
presentado por la coalición como el único procedimiento
para llegar a una victoria rápida. A ello obedeció el
intento de acabar físicamente con el dictador y sus
colaboradores más cercanos mediante un bombardeo de
precisión en la madrugada del 20 de marzo. Lo que se
volvió a intentar el pasado martes en el barrio de Al
Mansur. Sin pruebas fehacientes de la muerte de Sadam, el
fin del conflicto militar será imperfecto, aunque sea un
disparate pensar que desde un eventual exilio el -hoy- ex
dictador iraquí podría interferir en el nuevo Irak que ya
se perfila en el horizonte.
George W. Bush y Tony Blair dieron el martes desde Belfast
su primera pincelada precisa sobre los planes a corto
plazo para el país y deben ahora enfrentar la urgente
tarea de garantizar la seguridad y el orden público en la
capital, facilitar la entrada de asistencia humanitaria y
recomponer el Gobierno. La satisfacción de la coalición
después de tomar Bagdad y poner en fuga al régimen iraquí
no debe extenderse más allá de los resultados obtenidos en
términos exclusivamente militares. EE UU y Gran Bretaña
deben recordar que su decisión de invadir Irak con una
fuerte desaprobación internacional y sin aval expreso de
la ONU hace más difícil su acción de ahora en adelante.
Washington y Londres han de apostar por mantener la
integridad territorial de Irak, un país que, aunque lejos
de apoyar ciegamente a Sadam, sí ha demostrado tener un
fuerte sentimiento de nación. Irak tiene que ser para los
iraquíes, así lo ha afirmado desde el exilio la oposición
chií y lo tienen que entender estadounidenses y
británicos. Blair ya se ha mostrado dispuesto a que
Naciones Unidas vertebre el proceso de transición, y
dentro de la Administración Bush hay voces, como la de
Colin Powell, que se unen a sus tesis, muy diferentes de
las del Pentágono, que prefiere un Gobierno militar
encabezado por uno de sus generales. La suerte de la
guerra ya está echada, la de la paz se tiene que definir
en las próximas horas, y de ello depende que la trágica
muerte de tantos inocentes no sea el preludio de algo
mucho peor. |
El fin de Sadam, una nueva etapa |
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EL régimen de Sadam Husein
ha caído. Aunque aún queden batallas menores por librar,
el tan anunciado cinturón de fuego en torno a Bagdad y la
defensa de la capital casa por casa se han disuelto como
si hubieran sido de arena y las tropas aliadas se han
hecho dueñas de la ciudad sin apenas combatir en las
últimas horas. La terrible batalla de Bagdad
afortunadamente no ha tenido lugar. El tirano que prometió
la madre de todas las batallas en 1991 y que en realidad
fue una retirada constante y desordenada y volvió a
prometer el infierno a los aliados hace unos meses se
encuentra huido o muerto y su régimen revela ahora su
profunda descomposición. Aunque George Bush y Tony Blair,
en un ejercicio de responsabilidad, hayan pedido menos
euforia y recordado que aún quedan momentos muy duros.
Los últimos compases de una guerra son los más
esperanzadores y los más terribles. Y Bagdad no es una
excepción. La alegría por el fin inminente y los últimos
focos de resistencia se alían para crear un ambiente de
caos, donde los miedos, los impulsos, el pillaje y los
brotes de descontrol están abonados. Es en ese ambiente en
el que se pueden producir más víctimas ajenas al conflicto
y donde va a percibirse hasta qué punto los ya vencidos
hombres de Sadam son capaces de esconderse tras sus
conciudadanos antes de hacer frente al fin de su historia
criminal. El régimen de Sadam se ha desmoronado
militarmente, políticamente y hasta físicamente al ser
derribadas sus estatuas, tal como cayeron las de Lenin
hace no tantos años, simbolizando el fin de una larga
noche dictatorial que muchos creían eterna. La guerra,
pues, es ya pasado, aunque queden aún las tareas de
limpieza de núcleos de francotiradores, la búsqueda de los
responsables de la dictadura y las labores de garantía de
la seguridad pública.
Pero la posguerra que llega no va a ser menos problemática
que la guerra, aunque es de esperar que sea mucho menos
trágica.
ADEMÁS de un trabajo urgente de aliviar las penalidades de
la población civil, restaurar los servicios sanitarios,
regular el flujo y la distribución de alimentos,
garantizar los transportes y su seguridad y comenzar a
reactivar la actividad económica, hay que reconstruir la
sociedad civil iraquí y no sólo físicamente, sino también
psicológica y políticamente. Irak ha sido la base
territorial de una de las sociedades más viejas del
planeta, con tradiciones fuertes, un sólido tejido social
articulado y una tradición de convivencia entre grupos
distintos que ni siquiera Sadam Husein ha podido destruir
completamente, aunque sí ha dañado profundamente. Y es con
esta sociedad, con esas tradiciones, con esa historia, con
esa memoria colectiva, con lo que hay que construir una
sociedad democrática, tolerante, con seguridad jurídica y
en armonía con los vecinos.
Esa posibilidad que las fuerzas anglo-americanas han
abierto debe ser aprovechada. Es el momento de
reconstruir, junto con las infraestructuras y una nueva
administración para Irak, un nuevo consenso internacional.
El presidente Bush y el primer ministro Blair han asumido
públicamente el compromiso de que la ONU juegue un «papel
vital» en la posguerra iraquí. La organización
internacional, que tan ineficaz se ha mostrado en tantos
conflictos y tan útil en otros, es el único organismo
existente para el acuerdo internacional, aunque su futuro
es más que improbable.
Nació en un contexto de posguerra -la de la II Guerra
Mundial- para hacer frente a unos riesgos determinados por
la emergencia de dos grandes bloques, por la necesidad de
contener al autoritarismo comunista y, al mismo tiempo, de
crear un sistema de seguridad colectiva que hiciera
difícil un conflicto de grandes dimensiones entre
potencias con armas de destrucción masiva y voluntad de
usarlas si lo juzgaban necesario. Hoy el escenario
internacional es completamente distinto y los riesgos son
otros, aunque no es menor el desafío a la seguridad
colectiva.
HABRÁ que discutir sobre el futuro de la ONU, introducir
modificaciones en sus mecanismos de toma de decisión,
adaptarla a los nuevos escenarios y a las nuevas
relaciones de poder que ha surgido del fin de la guerra
fría. Pero, precisamente, la mejor manera de empezar esa
transformación es implicar profundamente a la organización
internacional en la reconstrucción iraquí, detectando sus
carencias y discutiéndolas con voluntad de eficacia. No es
pensable una profunda acción humanitaria, con medios
financieros, humanos y técnicos suficientes sin que esté
apoyada en la extensa red de las Naciones Unidas, en su
experiencia y en su capacidad. Esa es la principal tarea
en estos momentos, aunque no la única. La ONU tiene un
papel fundamental que cumplir ayudando a la nueva
Administración iraquí, que ha comenzado a funcionar en
colaboración con los aliados en las zonas donde más
rápidamente fueron derrotadas las fuerzas de Sadam. Una
incorporación rápida del nuevo gobierno a los organismos
internacionales, el aval de la ONU para gestionar con
rapidez nuevos tratados de amistad y cooperación con los
países vecinos y una normalización de la política exterior
de Irak también son tareas urgentes y fundamentales para
que los iraquíes puedan ejercer en el menor plazo posible
los derechos democráticos que les han sido hurtados
durante la mayor parte de su historia como país
independiente.
Es verdad que no todos ven el papel de la ONU de la misma
manera y hay quienes han tratado de convertir al Consejo
de Seguridad en el burladero de sus intereses. Las
diversas interpretaciones de las resoluciones del Consejo
de Seguridad, la utilización de los símbolos de la ONU
como bandera electoral y los intentos de situar a los
aliados como dinamiteros de la legalidad internacional no
han ayudado mucho al debate sobre la eficacia del
organismo internacional y Bush lo ha apuntado en su
libreta.
ES la hora de aprovechar la caída de uno de los
principales focos de inestabilidad de Oriente Próximo para
redefinir un nuevo mapa político en la zona, crear
condiciones favorables a la discusión pacífica, derrotar
al terrorismo y sentar las bases para un futuro de paz en
una región que varias veces ha estado a punto de envolver
a todo el planeta en un conflicto armado. Y, sobre todo,
anudar a los países democráticos en una nueva alianza por
la estabilidad y la legalidad internacionales, recomponer
la imprescindible alianza trasatlántica y dejar claro que
por encima de las divergencias coyunturales hay unos
valores comunes que defender y con los cuales se ha creado
la zona más desarrollada y libre del planeta, además de
dotarla de una estabilidad envidiable tras décadas de
tragedias cruentas. Este es uno de los grandes patrimonios
de la comunidad internacional democrática y no puede ser
puesto en peligro por necesidades coyunturales, supuestos
beneficios electorales, intereses a corto plazo o viejos
tópicos convertidos en prejuicios ideológicos. La
intervención aliada en Irak obtuvo un apoyo mayoritario de
países y gobiernos. Pero algunos países y gobiernos
importantes en el escenario internacional como Francia,
Alemania, Rusia y China -importantes por su tradición, su
influencia y su historia- no aceptaron las acciones. Ahora
tienen que enfrentarse a sus propios actos con un franco
espíritu de conciliación. Tiene, por ejemplo, que terminar
la tragedia chechena; tiene que llegar la libertad a China
y tiene que ser transparente también la actuación francesa
en África.
EN cualquier caso, este proceso es imposible sin el
protagonismo estadounidense. Las relaciones
internacionales no pueden ser un ejercicio de voluntad
sino de realidad. Estados Unidos, con sus errores, con sus
éxitos y sus fracasos, está íntimamente unido a la
sociedad en la que vivimos, a su prosperidad y a la
defensa de sus libertades básicas. El hundimiento de la
URSS, que convirtió a EE.UU. en la potencia hegemónica, ha
creado un cambio de escenario que no puede ser obviado.
Europa, por su parte, es la cuna de los valores que se
hicieron realidad política, primero en Estados Unidos y
luego en el viejo continente. Son dos componentes de un
sistema que no pueden ser disociados. Las alianzas
internacionales tienen que ser equilibradas, eficaces y un
sistema de defender valores que se comparten. La acción
diplomática debe estar inspirada en esos valores, que no
pueden ser otros que los de la libertad, la democracia y
el compromiso con la justicia y la legalidad, y apoyada en
la fuerza y la determinación necesarias para hacer frente
a las amenazas. Una de ellas el terrorismo que se ha
definido ya como la «privatización de la guerra». |
El desplome de Sadam |
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LA
RAZÓN
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Con la cautela propia de los
mandos militares estadounidenses, que aún no dan por
terminada la guerra, puede afirmarse que Bagdad fue ayer
el escenario en el que se escenificó la caída del régimen
de Sadam Husein. Más allá del simbolismo de las estatuas
derribadas, fue la deserción y desbandada de los policías
y brigadistas que con mano de hierro reprimieron durante
décadas al pueblo de Iraq el mejor certificado del final
de la tiranía. Ha sido una victoria militar innegable,
basada en el uso inteligente de una abrumadora
superioridad militar, pero también en el convencimiento de
que las informaciones que pintaban a un dictador en
decadencia, aborrecido en el silencio obligado por buena
parte de su pueblo, eran ciertas. En cualquier caso, el
final de la batalla de Bagdad, por más que aún puedan
producirse resistencias esporádicas en los feudos sunitas
del norte, es una magnífica noticia en sí misma: supone,
nada menos, que un impagable ahorro de vidas humanas, de
sufrimiento gratuito, ante el hecho incuestionable de que
el endurecimiento de la guerra, en una batalla casa por
casa, hubiera conducido a una tragedia de grandes
proporciones. Es, pues, un momento para la alegría, pero
también para la reflexión. Porque con la victoria militar
total al alcance de la mano, las fuerzas de la coalición
anglonorteamericana deben afrontar un gran reto: convertir
ese triunfo militar en una victoria política.
Muchas bazas juegan en favor
de ese propósito. La primera y más importante es que Iraq
es un país con un cierto desarrollo social y político,
poseedor de grandes reservas de petróleo y con una clase
media profesional amplia, por más que muchos de ellos se
encuentren actualmente en el exilio. Es una sociedad,
además, con un alto grado de tolerancia religiosa en la
que, pese a la utilización oportunista del Islam llevada a
cabo en los últimos años por Sadam, no parece que haya
aumentado sensiblemente el integrismo. Son bazas a jugar
de una manera inteligente porque los problemas son muchos
y, algunos, de complicada solución. No se puede olvidar
que la represión inmisericorde del régimen basista ha
golpeado con virulencia a los chiitas y a los kurdos, pero
también a la propia población sunita. Odios larvados,
impredecibles represalias, pueden complicar la anunciada
creación de un estado federal. No es un reto menor,
asimismo, reconstruir una Administración civil que puede
considerarse de entre las más corruptas del mundo, donde
la omnipresente sombra del poder de Sadam lo contaminaba
todo. Buena parte de los funcionarios del régimen tendrán
que ser depurados, porque no parece, aunque es una de las
principales incógnitas, que la oposición llamada a
gobernar bajo la tutela norteamericana acepte un borrón y
cuenta nueva después de tanta tragedia.
Hay, también, cómo no,
problemas de política exterior que afectan principalmente
al pueblo kurdo iraquí y sus vecinos de Turquía, Siria e
Irán, países que ya han anunciado su total oposición a un
cambio de estatus en el sensible territorio del Kurdistán.
Y sin embargo, el día de
ayer, sin bombardeos, sin el sonido de las ambulancias, es
una fecha para la esperanza. Confiemos en que las últimas
ciudades que aún resisten comprendan que Sadam ya es
historia y nada puede hacer. Y esperemos que Washington
demuestre la misma habilidad para conducir la paz que ha
tenido para dirigir la guerra. Porque todo el mundo árabe
aún mira hacia Bagdad.
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La presse et la guerre |
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L'éditorial du Monde
LE MONDE | 09.04.03 | 13h43 MIS A JOUR LE 09.04.03 |
14h08
Une équipe de France 3 a filmé la scène. Le char américain
a pris son temps. Lentement, la tourelle a fait mouvement
en direction de l'Hôtel Palestine à Bagdad. Le canon s'est
levé, en direction des 14e et 15e étages de l'hôtel.
L'état-major américain ne l'ignore pas, les troupes sur le
terrain certainement pas non plus : l'établissement abrite
la plupart des journalistes étrangers couvrant la guerre
dans la capitale irakienne. Le Palestine est aussi occupé
par des membres de la nomenklatura et des services secrets
irakiens.
Le char a tiré une salve. "Ce n'était pas un tir réflexe",
a dit la journaliste de France 3, Caroline Sinz. Ce fut un
tir calme, posé, délibéré. Présentant ses "regrets", le
Pentagone a déclaré que le char avait essuyé une attaque à
la roquette en provenance du Palestine. Aucun, absolument
aucun journaliste sur place et il y en a des dizaines ,
n'a vu ni entendu le moindre coup de feu depuis l'hôtel.
Le char a fait mouche. A l'impact, deux cameramen ont été
tués dans leurs chambres, un Ukrainien de l'agence Reuters
et un Espagnol de la chaîne Tele 5.
C'était mardi matin 8 avril, au vingtième jour de la
guerre en Irak. Un peu avant, un bombardement aérien, sur
une zone de ministères, a détruit les bureaux de la chaîne
de télévison arabe Al-Jazira. L'un de ses envoyés spéciaux,
le Jordanien Tarek Ayoub, est touché et succombera à ses
blessures. Sa mort porte le nombre de journalistes tués en
Irak à onze un tous les deux jours depuis le début de la
guerre, ce qui fait de ce conflit l'un des plus meurtriers
de ces dernières années pour la presse. Certains
journalistes sont tombés sous le feu irakien, d'autres
dans des échanges de tirs, d'autres, comme mardi, sous le
feu américain. Les femmes et les hommes qui ont le courage
il en faut beaucoup pour aller couvrir cette guerre
savent les risques qu'ils prennent. Ils ne réclament
aucune protection particulière. Ils entendent raconter la
bataille de Bagdad. Que cela plaise ou non.
La mort du reporter d'Al Jazira a suscité des réactions de
révolte dans le monde arabe. Et celle des correspondants
de Reuters et de Tele 5 a provoqué une question d'Amnesty
International : "S'agit-il de dissuader les médias de
couvrir la bataille de Bagdad ?" Rédacteur en chef de
Reuters, Geert Linnebank s'interroge sur "le jugement des
troupes américaines"... En Espagne, l'émotion est d'autant
plus grande qu'un autre journaliste, envoyé d'El Mundo,
avait trouvé la mort, lundi, sous un tir irakien.
L'attaque contre le Palestine témoigne de la tactique
utilisée par l'armée américaine à Bagdad : un déluge de
feu face à la moindre menace ou ce qui est perçu comme tel
: bombardements aériens et tirs de chars canon et
mitrailleuse lourde en pleine ville. Les victimes
civiles se comptent sans doute par centaines. C'est une
culture militaire qui est ici en cause : la force massive
au moindre danger, tant pis pour les civils. L'armée
britannique donne l'exemple contraire : celui de la
patience et de la retenue. Pour préserver l'avenir, quitte
à prendre des risques.
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The Fall of Baghdad
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The murderous reign of Saddam Hussein effectively ended
yesterday as downtown Baghdad slipped from the grip of the
Iraqi regime and citizens streamed into the streets to
celebrate the sudden disintegration of Mr. Hussein's
24-year dictatorship. The scene in central Baghdad, where
jubilant Iraqis and American marines collaborated in
toppling a huge statue of Mr. Hussein, signaled that a
complete American military victory in Iraq may be achieved
within a matter of days, not months.
Opinion about this war has been divided from the beginning.
Now that Mr. Hussein's rule has ended, there is unity
among good-hearted people everywhere, a hope that what
comes next for the Iraqi people will be a better, freer
and saner life than the one they had before. Yet even as
the big statue of the dictator was falling, there were
signs of danger in the streets. Looting the offices and
homes of Baath Party officials might seem like fair game
for a population so long under the thumb of tyranny. But
there was an overtone of thuggery to some of the mob
scenes in Baghdad and Basra, the looting soon spread to
factories and stores. It is clear that the United States
and Britain need to act quickly to bring order and succor
to a chaotic and wounded land.
There may still be some difficult combat ahead in outlying
Baghdad neighborhoods and areas north of the capital,
including Mr. Hussein's hometown, Tikrit. American ground
forces have yet to move into that region. No one knows
whether Mr. Hussein and his two sons are alive or dead.
And on paper, at least, there are still 10 Iraqi Army
divisions available to fight. But the fall of Baghdad
suggests that organized resistance to the invading forces
could subside now that the centralized institutions of
power in Iraq have been shattered.
The swiftness of the American advance and the relatively
low number of American and British casualties reflect a
well-designed battle plan and the effective use of air
power to weaken and demoralize Iraq's ground forces. The
numbers of Iraqi casualties, military and civilian, remain
to be determined, but they are likely to be considerable.
The urgent task now in the occupied areas of Iraq is to
bring order and security to cities where the sudden
collapse of the government has left a power vacuum that
invites lawlessness. In the absence of civil government,
there is an ominous potential for strife and bloodshed in
a nation riven with ethnic divisions and hatreds. A
long-oppressed populace has plenty of scores to settle.
There is also an emerging humanitarian crisis, with people
in some areas begging for food, water and medical supplies
even as aid workers wait anxiously for the environment to
become safe enough for them to do their work.
Combat troops generally shy away from police work, but
British soldiers wisely began stopping looters and
confiscating stolen goods in Basra, and American troops
protected United Nations vehicles in Baghdad yesterday.
Once the combat stops, the military police can be brought
in to help maintain order, and Iraqis can presumably be
found to take responsibility for policing and other
governmental functions. Until then, some combat forces
will need to intervene to keep the cities from descending
into chaos.
Secretary of Defense Donald Rumsfeld likened the
developments in Baghdad yesterday to the fall of the
Berlin Wall. The comparison is premature. The removal of
Saddam Hussein's regime can be the opening chapter in a
positive and historic transformation of Iraq, but only if
military operations are followed quickly by efforts to
stabilize the country, feed and heal the people, and set
Iraq on a course toward self-governance. That is the
difference between a war of conquest and a war of
liberation.
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Liberated Baghdad
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THE GLORIOUS IMAGES of Iraqis and U.S. Marines joining to
topple a statue of Saddam Hussein in Baghdad yesterday
came just three weeks after those first scenes of
billowing black smoke from the war's opening bombing --
yet for many Iraqis the celebration was long overdue. With
an explosion of pent-up emotion, people in Iraq's capital
yesterday displayed the relief and jubilation of
liberation not just from 21 days of bombing, but from
decades of brutal tyranny. Riotous men in the city center
tore up posters of Saddam Hussein and stamped their feet
on the sculpted head torn from the statue; women stood on
rooftops to shower tanks with rose petals. In another
neighborhood, a group of some 100 children, clothed mostly
in rags and newly released from one of the regime's
prisons, hugged and kissed the Marines who had freed them.
Not all the passion was joyful. Fierce combat continued at
Baghdad University. Some Iraqis wept bitterly at the sight
of Western troops, not from love of Saddam Hussein but
from shame and humiliation. The complex mix of reactions
offered grounds for joy and vindication among those who
pressed the cause of regime change in Iraq -- mixed with
sadness for Iraqi and American sacrifices along the way
and sober reflection about the postwar challenges to come.
The postwar era, of course, has yet to begin. The big
cities of the north, including Kirkuk and Mosul, have yet
to fall, and U.S. commanders warned yesterday that Saddam
Hussein's hometown of Tikrit, 100 miles north of Baghdad,
may yet put up a stiff fight. The dictator, his sons and
his leading collaborators must all be located and either
captured or killed -- the sooner the better: Victory will
be incomplete as long as Saddam Hussein is unaccounted for.
Iraq's weapons of mass destruction must be identified,
neutralized and displayed to the world -- United Nations
inspectors included -- to remove their threat and prove
the validity of the Bush administration's casus belli.
Though Iraq's conventional military has been crushed,
irregular forces may still challenge U.S. commanders for
some time. Whether those paramilitaries or the suicide
bombers who have occasionally appeared evolve into an
enduring menace will depend in part on how quickly and
well the occupying forces can restore order and vital
services in Baghdad and other cities.
Yesterday's scenes of celebration were an answer to
skeptics who doubted that Iraqis wished to be liberated
from Saddam Hussein by American troops, just as the
collapse of resistance in the capital silenced critics,
including several senior field commanders, who questioned
whether the Pentagon's war plan was too ambitious or
relied on too few troops. The capture of Baghdad
ultimately required half the time, and less than half the
American fatalities, of the expulsion of Iraq's army from
Kuwait in 1991. In the Middle East and Europe, political
and media commentary has shifted swiftly from gloating
over the presumed humbling of the American superpower to
speculation over which rogue state -- Syria, Iran, North
Korea? -- will be the next target for invasion. Senior
Bush administration officials have done little to quiet
such fevered talk and, in the case of Syria, may have even
encouraged it. If that worries the dictatorial regime in
Damascus, which also has a record of supporting terrorism
and stockpiling chemical weapons, perhaps the effect will
be beneficial.
Yet the best way to build on the success of the Iraqi
military campaign will be not by threatening other regimes
but by allowing Iraqis to construct a government that
offers them political freedom, human rights and a chance
to prosper in the global economy. That task will be in
many ways harder, and will certainly take longer, than
this waning war; and the Bush administration's readiness
for it is questionable. Success will require more
flexibility, patience and willingness to work with allies
than were present in the administration's prewar diplomacy
or than it has so far shown in its postwar planning. The
United States cannot rebuild Iraq or shepherd Iraqis to
democracy by willfully excluding Europe, the United
Nations or Iraqis not of its choosing; any attempt to do
so would risk squandering the gratitude and goodwill that
were so evident yesterday on the streets of Baghdad. |
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