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Últimamente
se viene hablando mucho de un “nuevo” problema en los centros: la
violencia. Si bien más allá de los casos dramáticos que han
transcendido a los Medios e Comunicación, no tenemos más datos que
constaten el aumento de la violencia. Lo que sí es cierto es que el
profesorado se encuentra con la falta de recursos de todo tipo para
hacerle frente.
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Cuando hablamos de violencia no sólo me refiero
exclusivamente a la agresividad física entre el alumnado o hacia el
profesorado, sino también a la agresividad contra los animales, plantas, objetos, a las pintadas, a los insultos, etc., por
lo que me referiré en adelante al término “agresividad” por
entenderlo más amplio, incluyendo en él, además, las amenazas, la tiranía
y la intimidación.
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El problema de la violencia o agresividad no es un
problema nuevo, ni puede ser individualizado en unos pocos casos (aunque
sean frecuentes).
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El tratamiento de la agresividad en los centros no
puede responder exclusivamente de reglamentos disciplinarios, ni
“recetas mágicas” (entre otras cosas porque no existen) que hagan del
profesorado un mero guardián del orden social. El profesorado debe ser el
agente del cambio educativo ante una sociedad en constante transformación,
con innumerables retos ante la que nos enfrentamos en nuestra labor
educativa. Debemos formar personas. No es tarea fácil, que necesita
ineludiblemente un profesorado con capacidad para reflexionar y decidir
sobre la educación, transmisor de valores tales como la autonomía
personal, la tolerancia, la democracia y la responsabilidad.
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La agresividad que observamos y padecemos obedece a
las mismas jerarquizaciones que estructuran nuestra sociedad. Los grupos
discriminados, o con menor consideración social son los más agredidos
verbal, indirecta y físicamente. Así podemos constatar la jerarquía
social establecida cuando se usa el insulto, por ejemplo, la referencia a
las mujeres o en femenino “gallina”, o a determinados grupos sociales
“gitano”, “marica”…
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Lo que sí nos debe llevar a una reflexión más
profunda es qué patrones de conducta se están dando en la sociedad y en
los centros educativos, en definitiva qué modelos estamos transmitiendo.
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Es evidente que un modelo de comportamiento
patriarcal, donde se prima y se exalta los valores entendidos socialmente
como masculinos, con todo lo que ello supone. De hecho, los valores
considerados femeninos no se potencian o se potencian muy poco, mientras sí
se incentivan los masculinos. Así es harto frecuente escuchar las chicas
llamarse entre ellas “macho, tia…”, peleas, insultos, etc.,
antaño frecuente sólo entre varones, en cambio no ocurre al
contrario: chicos impregnados de valores socialmente entendidos como
femeninos: chicos más considerados, afectivos, dialogantes, etc.
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Todo esto ofrece unas reglas de comportamiento
definidas de forma dicotómica y excluyente: lo que es femenino no es
masculino, y viceversa. Estos códigos de género quedan reforzados en las
relaciones sociales y transgredirlos supone un coste muy alto para algunas
personas que corren el riesgo de no ser aceptadas.
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La dominación masculina tiene una de sus facetas en
la mayor capacidad de agredir al sexo femenino. Se entiende que es normal
que un chico sea “agresivo”, o “valiente”, o “bruto”, pero en
cambio no se perdona a una chica que transgreda el código femenino con
agresiones físicas.
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Hablando con mi alumnado en la tutoría ellos
reconocen que no hace falta ser un tipo duro, pero que es muy importante
no parecer o no ser débil. Al mismo tiempo ellas reconocer que su forma
de agresión es más sutil, más indirecta y utilizada para controlar la
lealtad o la intimidad.
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En definitiva podemos decir que el modelo falla por
la base, debemos plantearnos el profesorado, las familias, la administración
educativa qué patrones transmitimos, qué aspectos deben mejorarse, y qué
estrategias vamos a usar, pues sólo con la investigación y la reflexión
podemos saber a dónde nos dirigimos con cada paso que damos.
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El profesorado debe romper con la inercia de los
centros educativos de negar el conflicto, incluso considerarlo como algo
disfuncional o pensar que ya no se transmiten modelos femeninos o
masculinos, que eso es una cuestión superada. No es así, la primacía de
el modelo patriarcal en los y las jóvenes nos lleva a la incentivación
de la violencia o agresividad. La comprensión de la diversidad implica
tener en cuenta los conflictos y el predominio de los estereotipos que los
legitiman.
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El profesorado, en tanto que agente educativo y de
cambio, debe aportar soluciones educativas a cuestiones que son también
sociales, revisando los estereotipos que no benefician ni a unos ni a
otras, debemos ser generadores/as de respuestas que mejoren la igualdad de
las personas desde sus diferencias.
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Mª
Carmen Ferrer Abellán
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