«Pero
el síntoma y documento más
terrible de esta forma, a un
tiempo homogénea y estúpida -y
lo uno por lo otro-, que adopta
la vida de un cabo a otro del
Imperio, está donde menos se
podía esperar y donde todavía,
que yo sepa, nadie la ha
buscado: en el idioma. No se
conoce bien este latín vulgar y,
en buena parte, sólo se llega a
él por reconstrucciones. Pero lo
que se conoce basta y sobra para
que nos produzcan espanto dos de
sus caracteres. Uno es la
increíble simplificación de su
mecanismo gramatical en
comparación con el latín
clásico. Es, en efecto, una
lengua pueril o gaga, que no
permite la fina arista del
razonamiento ni líricos
tornasoles. Es una lengua sin
luz ni temperatura, sin
evidencia y sin calor de alma,
una lengua triste que avanza a
tientas. Los vocablos parecen
viejas monedas de cobre,
mugrientas y sin rotundidad,
como hartas de rodar por las
tabernas mediterráneas». (Ortega
y Gasset)
La religión
como materia evaluable era la
asignatura pendiente del PP.
Estaba cantado que, tan pronto
tuviese mayoría para aprobarla,
la pondría en práctica. Tal
cosa, nada sorprendente, acaba
de plasmarse en ley. Al partido
del Gobierno, que en su momento
habló de apostar por el esfuerzo
y la excelencia, así como de
reforzar el papel del
profesorado, lo que más parece
importarle es contentar a sus
sectores más reaccionarios,
apostando también por la
enseñanza privada, incluso por
los centros que proponen una
enseñanza no mixta.
Este
docente que firma el presente
artículo, que nunca ocultó su
admiración por la figura de
Azaña, a quien la derecha más
recalcitrante odia más que a los
izquierdistas más extremos, no
tiene reparo alguno en admitir
que en nuestro país es
imprescindible conocer el peso
de la religión católica plasmado
en nuestra literatura, en
nuestra historia y en nuestro
arte. Hace falta conocimiento
del relato bíblico y del
significado de la religión
cristiana. Sobre el particular,
no albergo la más mínima duda.
Ahora bien, tales conocimientos,
indispensables, podrían ser
adquiridos mediante una
asignatura que abordase la
historia de las religiones,
impartida por el profesorado de
Historia o de Filosofía, o bien
podrían incluirse los
correspondientes contenidos en
las materias a las que acabo de
hacer mención. Conocimiento es
una cosa, y adoctrinamiento es
otra.
Con esta
ley, lo que se refuerza, por
tanto, es el adoctrinamiento en
un país que,
constitucionalmente, se dice
aconfesional. Y la fe, al margen
de sus colisiones con la razón y
con la ciencia, no es materia de
aprendizaje teórico. Su enclave
para ser fomentada no debe ser
la escuela, sino la parroquia y,
en su caso, el ámbito familiar.
Y, dejando
aparte el asunto de la religión
como materia evaluable que es
algo regresivo, resulta tan
inadmisible como decepcionante
que a nadie se le ocurriese
consultar al profesorado su
parecer acerca de los muchos
puntos en los que el actual
sistema educativo hasta ahora
vigente es manifiestamente
mejorable.
Las
sucesivas leyes que se vinieron
aprobando no sólo convirtieron
al profesorado en el muñeco de
pimpampum, sin autoridad en el
aula, sino que terminaron con la
carrera docente y se aprobó una
«meritocracia» en la que el
criterio principal son los años
de servicio, así como unos
cursos de formación impartidos
en no pocos casos por personas
sin publicaciones que son
nombradas por parámetros no
académicos. Pues bien, no parece
que haya voluntad alguna de
atajar ni de corregir nada de
esto.
Luego están
las famosas reválidas. Al margen
de que se trata de un invento
muy lejano y de que habrá que
ver cómo se llevan a cabo, se
trataría de elevar el listón de
conocimientos en los programas,
no de evaluar lagunas que, nunca
mejor dicho, brillan por su
ausencia, hasta obnubilan,
marean y escandalizan.
Por ningún
lado se ve que la LOMCE vaya a
mejorar el actual sistema
educativo. Ponen su vade retro a
Educación para la Ciudadanía,
materia que, como tengo escrito,
no deja de ser una ñoñez,
aligeran la presencia de la
Filosofía, pues se huye de un
sistema que forje ciudadanía
crítica, y, por si todo ello
fuese poco, en modo alguno
orillan la jerigonza logsera que
plasma las deficiencias no sólo
del sistema educativo, sino
también de un tiempo y un país
marcado por la estupidez.
Jerigonza sobre la que Ortega se
pronunciaría en términos muy
similares al párrafo que
encabeza este artículo.
Jerigonza que muestra la
estupidez de un tiempo y un
país, desde la LOGSE a esta
parte.
El señor
Wert no deja de actuar como un
tertuliano de casino, al que le
gusta provocar a un izquierda de
siglas que se escandaliza y no
escandaliza, lo que pone de
manifiesto lo enormemente
desvirtuada que está. Y que,
aparte de eso, tiende puentes a
un nacionalcatolicismo que se
suponía superado.
La LOMCE no
hace lo más fácil, que es
mejorar el actual sistema
educativo, sino que además lo
empeora. Sigue renunciando al
conocimiento. Cree más en lo que
se plasma en un papel que en la
realidad del aula. Y, por lo que
parece, su apuesta de futuro se
dirige no al tiempo terrenal,
sino a la eternidad prometida
por una religión que quedará
convertida en materia evaluable.
Cierto es
que todo, hasta el actual
sistema educativo, es
susceptible de empeorar.
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