Con la
noticia de la aprobación del
proyecto de Ley de Educación de
Wert se me agolpan los recuerdos
de las sucesivas experiencias
que la instrucción pública ha
sufrido en nuestro país. No
olvidemos que el Ministerio de
la II República se llamaba
expresamente así, cuando los
hombres y mujeres ilustrados,
formados en la Institución Libre
de Enseñanza, creían que la
implantación de un sistema de
enseñanza, público, obligatorio,
laico, igualitario, universal y
gratuito, basado en los valores
de la moral de la Ilustración,
haría de España un país
avanzado, desarrollado y libre.
Precisamente el proyecto que
tuvo la II República y que tan
sangrientamente fue destrozado
por la Guerra civil y la
dictadura.
Pues bien,
en ningún momento de estos tan
alabados años de democracia, que
no de República, no hemos
logrado recuperar aquel bendito
plan de enseñanza cuyo último
Ministro Marcelino Domingo
implantó en los últimos años de
su mandato. Ni los socialistas,
siempre estrangulados por su
temor a la Iglesia, a la
burguesía y a los poderes
financieros, que con evidente
cobardía nunca se atreven a
molestar a las oligarquías; ni
por supuesto los populares que
vienen a cumplir los propósitos
de sus amos: capitalistas, OPUS,
vaticanistas, han reimplantado
en España un sistema escolar que
siguiera los pasos de nuestros
admirables maestros
republicanos.
No
solamente no se han construido
escuelas públicas en la
proporción necesaria, confiando
buena parte de la enseñanza a
los colegios privados –esos que
ahora se llaman concertados-, y
que pagamos con fondos públicos,
la mayoría de los cuales
naturalmente son religiosos; no
solamente no se ha dotado de
medios económicos a los colegios
e institutos, no se ha
contratado a los profesores
necesarios para que las aulas no
estén saturadas, sino que, sobre
todo, sobre todo, se ha
procurado desprestigiar a la
escuela pública y a sus
maestros. Exactamente la
política contraria a la que
realizaron, con tanto esfuerzo y
entusiasmo los hombres y mujeres
de la II República.
Los
políticos que han gobernado en
nuestro país en los últimos
treinta años se han complacido
en cumplir en primer lugar las
exigencias de la Iglesia,
proporcionando clases de
religión cuyos profesores se
pagan del erario público. Y por
supuesto han puesto el sistema
educativo al servicio del
capital. Las escuelas y las
Universidades privadas
proliferan por todo el país,
prestigiándose a pesar de poseer
un nivel detestable, gracias a
que los gobiernos han difundido
de la idea de que la escuela
pública es de muy mala calidad y
que cualquier familia que se
precie ha de matricular a sus
hijos en la privada. Esa que
lleva nombres tan modernos y
liberales como Sagrado Corazón,
Esclavas de Jesús, Esclavas de
María, Hermanos de las Escuelas
Cristianas, Nuestra Señora de
Lourdes, Escolapios,
Franciscanos, Maristas, etc.etc.
Los
programas escolares están
dirigidos a cubrir las
necesidades de las empresas y en
absoluto a dotar de capacidad de
pensamiento y de crítica, así
como sabiduría, a los alumnos,
de tal modo que en estos años se
han ido rebajando de categoría,
hasta casi desaparecer, todas
aquellas materias que forman
realmente a los individuos para
que se conviertan en personas, y
que hoy se consideran inútiles:
Latín, Griego, Filosofía, Arte,
Lengua, Literatura, Historia,
Sociología, Música. Inútiles
para formar trabajadores del
capital, que sólo requiere
trabajadores manuales
especializados, o gestores de
las empresas. El plan Bolonia es
el delirio de este proyecto, que
el capital europeo ha impuesto
con saña y que en nuestro
desgraciado país, ya desangrado
por el avance sin piedad de las
exigencias de la oligarquía,
llevará al final desguazamiento
de la enseñanza humanística y
clásica.
Lo
verdaderamente patético no es
que la nueva ley Wert imponga
evaluaciones periódicas, rebaje
la edad para decidir la
Formación Profesional o el
Bachillerato, o sitúe a la
Religión como asignatura
troncal, como se están
complaciendo en criticar los
opositores a esa ley, con una
indignación sorprendida,
totalmente infantil. Esas
medidas eran perfectamente
previsibles, ya que están en el
ADN de la derecha española, y
únicamente vienen a agravar las
terribles carencias anteriores.
Lo que ha desmontado nuestro
sistema educativo ha sido la
política implantada desde el
comienzo de la democracia, y
especialmente desde el triunfo
del PSOE en 1982, cuando se
estimó que lo importante para
que “España funcionara” como
destacaron González y Guerra,
era que los estudiantes se
prepararan para competir con la
empresa capitalista europea. Y
ese propósito, ni siquiera
conseguido porque la escuela
española no ha asumido nunca que
hay que enseñar a las niñas y a
los niños la perfección de las
tareas, se tenía que alcanzar
estudiando materias técnicas y
de administración de empresa y
despreciando todo el acervo que
forma parte de la cultura
universal.
Entrar en
la carrera de la competitividad
implica la exaltación del
individualismo frente a la tarea
colectiva, imponer la
meritocracia frente al avance de
la mayoría, que tan abandonada
estaba, y dedicar todos los
esfuerzos a ganar dinero, como
con tanta arrogancia afirmó
Carlos Solchaga, cuando era
ministro de Economía,
presumiendo de que España era el
país donde era más fácil hacerse
rico en poco tiempo. Cuando la
burbuja inmobiliaria atrajo a
miles de jóvenes a acarrear
ladrillos porque era más
lucrativo que estudiar, el
fracaso de la escuela pública
estaba garantizado.
Cuando se
elaboró el primer informe PISA
me dejó pasmada la reacción de
los profesores, algunos de los
cuales tengo en la mayor estima.
Parecían sorprendidos por los
resultados como si nunca, en sus
muchos años de trabajo en la
docencia hubiesen podido
imaginar que sus alumnos
padecían las carencias que allí
se evidenciaron. Recuerdo que a
una de las directoras de
Instituto le escribí que yo, que
tenía pasantes de mi bufete,
Licenciadas en Derecho y
abogadas en ejercicio, que no
sabían leer ni escribir, conocía
desde hacía tiempo el nivel
cultural de nuestros jóvenes y
que no comprendía como ellos,
los profesores que se dedicaban
a eso, no se habían enterado
antes.
Pero es que
el desprecio con que se trata a
los profesores desde la
implantación de la dictadura, y
que apenas se ha mejorado en la
democracia, es otra de las simas
que no se han superado y que
condenan irremisiblemente al
fracaso a nuestro sistema
educativo. Mal pagados,
abrumados por tareas superiores
a cualquier capacidad humana, y
denostados como culpables del
retraso endémico de nuestra
instrucción, los profesores se
han convertido en un colectivo
de segunda categoría al que muy
pocos querrían pertenecer. De
tal modo, la enseñanza es el
último remedio para obtener un
empleo, cuando no se puede
administrar una empresa rentable
o el nivel de las pruebas no
permite acceder a la física
nuclear. En consecuencia, una
buena parte del profesorado no
tiene vocación alguna para una
tarea tan dura, tan ingrata, tan
mal retribuida y tan poco
estimada. Y con la desgana con
que enseñan los alumnos no
pueden sentirse motivados. En
consecuencia, unos constituyen
una clase explotada y sin
reconocimiento, y los otros se
convierten en ciudadanos mal
formados, desinteresados de la
cultura y frustrados en sus
pretensiones de hacerse ricos.
Por tanto,
nuestros profesores y nuestros
alumnos desconocen lo que fue la
máxima ambición de la II
República, que aquellos
sintieran la pasión de enseñar y
estos el placer de aprender..
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