Vivimos en
un tiempo de canallas sumidos en
un estado de necedad permanente.
Lo interesante para quienes
somos víctimas del navajismo
institucional, de lo que ha dado
en llamarse su violencia
simbólica, es averiguar qué
nació primero. Si el ser canalla
o el ser necio. Quién alimenta a
quién. O si el canalla, al
saberse aupado por sus pares a
la cresta del capitalismo
caníbal, ha perdido toda
compostura, todo pudor, y no le
importa en lo más mínimo que su
retorcida necedad se exhiba en
plaza pública. ¿Quién va a
bajarme de la cima? ¿A mí?
Vamos, hombre.
Así es como
los Wert, Ruiz-Gallardón,
Margallo, Morenés y Rajoy, por
citar solo a algunos; las Báñez,
Botella, Cifuentes y Cospedal,
por mencionar a unas pocas
otras. Así es como los
directivos de la televisión
pública y sus palmeros, y los
guerra civilistas de los
periódicos insanos. Así es como
los ejecutivos de las grandes
empresas y de los grandes bancos
que se blindan los sueldos y las
pensiones y los bonos… Así es,
termino por fin la frase —en
algún momento hay que hacerlo,
pero sujetos no faltan—, así es
como toda esta banda de añejos
arribistas se carcajea de
nosotros. Pisoteando nuestros
cráneos y sin importarles la
vergüenza ajena que sus dislates
nos provocan.
“¡Mira,
madre! ¡Estoy en la cima del
mundo!”, gritaba al final de Al
rojo vivo, la película de Roul
Walsh, el asesino nato Cody
Jarret, héroe negativo de una
época turbulenta.
Estos
depredadores de ahora se gritan
los unos a los otros: mira
chico, yo también he llegado, y
cada día se me ocurre algo más
necio. Los de abajo, los
desangrados, empezamos a añorar
a los clásicos gánsteres.
Hay más
dignidad en la uña del meñique
de un desahuciado que en toda la
cúpula que nos aniebla.
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