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Primero fueron los profesores.
Nos dejaron claro que sus quejas
no eran por el deterioro de
la educación pública, sino por
mantener su estatus de trabajar
poco y cobrar mucho.
Después vinieron los sanitarios
madrileños. No se quejaron
tras bajarles el sueldo, quitarles
la paga extra o aumentar sus
horas de trabajo. Lo hicieron
cuando se anunció que varios
hospitales públicos pasarían a
ser gestionados por empresas
privadas que se lucrarían por
ello. El Gobierno de la Comunidad
nos aclaró que en realidad
lo hacían por mantener sus privilegios.
Los siguientes fueron abogados
y jueces, que decían quejarse
por la implantación de tasas
elevadas e indiscriminadas. El
señor ministro nos confirmó lo
que ya sospechábamos, que lo
hacían por despecho, por el
sueldo.
Entre medias salieron a la calle
los universitarios, funcionarios,
bomberos, dependientes,
policías… Todos ellos, nos
aclararon,
arribistas, ineptos, aprovechados.
Afortunadamente tenemos a
nuestra clase política, agrupada
en esas nobles, transparentes,
honradas y ejemplares instituciones
como son los partidos.
Nuestros Gobiernos desenmascaran
a todos estos enemigos
del bien común. Los señalan,
identificándolos como el lastre
que impide al Estado salir de la
situación actual.
Me alegra que cada vez vayan
quedando menos por identificar,
pues sin esos saboteadores
es de esperar que el Gobierno
pueda, al fin, sacar a la nación
de la crisis. ¿O no?—
Javier García Alonso. Madrid.
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