“Árbol clavado
en la tierra al que se aproxima un
incendio”. La premio Nobel polaca Wislawa
Szymborska supo crear imágenes poderosas,
capaces de revelar la realidad, en pocas y
sencillas palabras. Sus poemas hablan de las
cuestiones más trascendentes, pero en un
entorno cotidiano, “un entorno de paz
vulnerable y amenazada”, como escribe
Mercedes Monmany en la presentación de
Instantes (Ediciones Igitur).
La cita viene
a cuento de la angustia que producen los
recortes que se anuncian en los presupuestos
de Educación de este país. No hace ni cinco
meses que el presidente del Gobierno,
Mariano Rajoy, en su discurso de
investidura, aseguró solemnemente que “la
España del futuro dependerá de nuestro
sistema educativo”. Habló de lo mucho que
había que cambiar para, entre otras cosas,
reducir el abandono educativo temprano y
elevar la formación de los alumnos.
Cinco meses
después, lo único que está realmente claro
es que la educación en España va a sufrir un
recorte inmediato de 3.623 millones de euros
(más de medio billón de las antiguas
pesetas) en solo un año. Las comunidades
autónomas, que tienen transferidas las
competencias, deberán rebajar 3.000 millones
y el Gobierno central otros 623 millones (el
21,9% respecto a 2011), a la espera del
recorte que haya que sumar en el presupuesto
de 2013.
El sistema
educativo español está clavado en la tierra
mientras se le aproxima el incendio. Ninguna
de las medidas anunciadas pretende impedir
el abandono escolar prematuro (el número de
alumnos que fracasa en la secundaria es ya
superior al 30%, una de las cifras más altas
en la Unión Europea) ni mejorar la
formación, sino, simple y directamente,
rebajar el coste. No cubrir las bajas de
docentes durante las dos primeras semanas,
aumentar los alumnos por aula y subir el
número de horas de clase que imparten los
profesores perjudica la calidad de la
enseñanza y solo desde el cinismo se puede
decir que es posible llevar adelante un
recorte presupuestario de estas proporciones
sin acarrear graves consecuencias para todo
el sistema.
Reducir el
presupuesto para becas (un 11,6% menos) y
endurecer los criterios para poder
conseguir, y mantener, esas ayudas es un
disparate. Si la mayoría de los ministros,
banqueros, diputados, presidentes de
comunidades, periodistas o empresarios de
este país solo hubiera podido estudiar sus
carreras universitarias aprobando cada año
el 90% de sus asignaturas, muchos no
estarían hoy en el gabinete, ni en los
tribunales ni en las empresas. Es muy
posible que la mayoría de ellos haya tenido
unos padres capaces de pagarles las
matrículas, pero, por pura decencia,
deberían mostrarse algo avergonzados a la
hora de defender unos listones que ellos
mismos hubieran sido incapaces de superar.
La realidad es
que “la España del futuro” no es ni
remotamente una prioridad en este país. Los
niños y jóvenes de hoy, con menos incentivos
y ayudas para proseguir su formación que los
niños franceses, alemanes o italianos, van a
ser quienes paguen el agujero que ha
provocado una crisis puramente financiera,
es decir, relacionada con cuestiones
bancarias y grandes negocios mercantiles.
Como si estuviéramos en el siglo XIX. Y
frente a todo ello, la sociedad española
parece mirarles sin fuerza ni capacidad para
defenderles. En lugar de considerar que la
crisis exige un mayor esfuerzo en educación
y en investigación, en lugar de volver a
llevar a la escuela a los muchachos y
muchachas que abandonaron la secundaria en
busca de un empleo que hoy ya no existe, la
sociedad acepta casi sin rechistar su
sacrificio.
“No hay razón
para aceptar doctrinas creadas para mantener
el poder y los privilegios, ni para creer
que estamos obligados a respetar
desconocidas y misteriosas leyes sociales.
Se trata simplemente de decisiones tomadas
por voluntades humanas y deben pasar un test
de legitimidad”, escribe Noam Chomsky. Y lo
legítimo no es solo lo que se adecua a la
ley, sino lo que está conforme con la
justicia. solg@elpais.es