No existe casi
ninguna profesión que se lleve la mitad del
trabajo a casa. Cuando se cierra el taller,
la oficina, la obra o el comercio, los
trabajadores no se llevan los materiales
para continuar su trabajo en las horas de
descanso. No hay ningún oficio en el que el
estudio y la preparación del material no se
computen como tiempo trabajado o que ni
siquiera el tiempo del bocadillo cuente como
horario laboral. Si se aplica esta fórmula,
los futbolistas solo trabajan los 90 minutos
del partido y los redactores el tiempo justo
que están ante las cámaras. No hay ningún
oficio en el que no cuenten para nada los
traslados, ni las horas extraordinarias
dedicadas a actividades o acompañamiento de
alumnos. No hay una sola profesión que no
ofrezca los instrumentos de trabajo gratis
excepto en la enseñanza, desde el boli rojo,
al bloc de notas, el ordenador portátil o el
pendrive sempiterno que nos acompaña como
una cruz laica.
Los profesores
nunca van a hacer la huelga que pondría de
manifiesto su función ni sus horas de
trabajo: dejar de pasar las mañanas de los
sábados y los domingos corrigiendo
ejercicios, o acompañar el café de la tarde
con las fichas de la clase que daremos el
día siguiente.
En España,
según el último estudio sobre el Panorama de
la Educación, el horario lectivo del
profesorado es de los mayores de la Unión
Europea y de la OCDE, pero este dato es
ocultado porque detrás de los recortes y de
la reforma que nos anuncian no hay el afán
de mejorar la educación pública, sino de
reducir sus posibilidades y fomentar la
enseñanza privada.
Mucho antes de
que estallara la crisis económica, los think-tank
de la derecha —incluyendo el actual ministro
de Educación— lo habían teorizado. Según sus
tesis la inversión en la enseñanza pública
era desproporcionada y habría que buscar un
mayor equilibrio con la iniciativa privada.
En medio de las invocaciones al esfuerzo del
alumnado y a la autoridad del profesor,
introducían la idea de aumentar el número de
alumnos por aula y limitar los programas
compensatorios. Abogaban por aumentar los
conciertos con la enseñanza privada,
privatizar el bachillerato y hacer mucho más
exclusiva la Universidad. Esperanza Aguirre
no es un verso suelto sino la portavoz de
todo el clasismo cañí hecho carne.
A todo esto
nos quieren conducir de cabeza. Cuando en
los centros educativos consigan ampliar el
número de alumnos por aula en la enseñanza
pública hasta cuarenta —como en los mejores
tiempos del franquismo—, habrán conseguido
gran parte de sus objetivos; cuando consigan
que la sociedad torpemente crea que el
profesor es un ser privilegiado al que hay
que cargar con horarios insoportables y
aulas masificadas, su revolución
conservadora habrá llegado a su fin.
Los recortes
que nos anuncian no son para ahorrar dinero
público. No nos engañemos. Es fácil hacer
este simple cálculo: los interinos
despedidos se acogerán inmediatamente a su
derecho a cobrar el desempleo. Es decir, el
dinero ahorrado en salarios se gastaría en
el pago de las prestaciones por desempleo y
en falta de falta de recaudación de la
seguridad social. Solo en Andalucía, quince
mil personas que cumplen funciones
educativas como profesorado interino serían
puestas de patitas en la calle en un acto de
injusticia y despilfarro que no ahorraría
prácticamente ni un euro a las finanzas
públicas.
El sacrificio
que se exige al profesorado no será para
mejorar la enseñanza, sino para masificar
las aulas, suprimir las tutorías, despedir
interinos y poner fin a la débil atención
personalizada. Los efectos, en pocos años,
serán terribles. Cada euro que se reste a la
educación, cada alumno de más en las aulas,
cada beca de menos en las universidades,
cada tasa de más en los precios públicos,
nos pasará factura en el modelo social y en
la economía en muy pocos años. La educación,
a diferencia de otros departamentos, no
trata con cosas, sino con personas, con
inteligencias y con capacidades. Es un
delicado tejido cuyos desgarros son
irreversibles. Por eso en Andalucía es
necesario echar coraje, imaginación e
inteligencia para sortear estos recortes y
apostar, de verdad, por la educación
pública.