Una vez
superadas las barreras burocráticas, debo
decir que he tenido la suerte de ser
ejemplarmente atendida por empleados
públicos, entre otros, de la Sanidad o de la
Seguridad del Estado. De todo habrá, pero
recuerdo, por ejemplo, una visita a un
servicio de urgencias, repleto de pacientes
en las mismas o peores condiciones que la
mía, en la que el cirujano de guardia me dio
veinte puntos en una herida profunda y lo
hizo con tanta paciencia y destreza que no
me queda ni rastro en la cara de aquel
aparatoso accidente doméstico.
No digo que no
tuviera la obligación de hacerlo, pero
merece especial reconocimiento quien se
esmera en hacer bien su trabajo, ya que
gracias a estas personas justas el mundo
sigue funcionando. Porque quienes lo ponen
en marcha cada día son, entre otros, los
trabajadores de la función pública:
profesores, médicos, enfermeras, celadores,
bomberos, investigadores, policías,
administrativos…
No son,
precisamente, los que han vivido por encima
de sus limitadas posibilidades, sobre todo,
en lo referente a sus salarios pero han
sufrido drásticos recortes laborales, una
paulatina pérdida de derechos, un
desprestigio creciente e incluso se empieza
a poner en cuestión su estabilidad en el
puesto de trabajo.
El personal
sanitario es tan digno de reconocimiento
como los tres policías que han muerto
ahogados en La Coruña al intentar el rescate
de un estudiante que, tras una noche de
fiesta, se había lanzado a un mar con olas
que superaban los cuatro metros. O los
técnicos del Ministerio de Hacienda que
también han dado muestras de ejemplaridad al
proponer medidas fiscales alternativas,
probablemente más eficaces que las
anunciadas por el Gobierno, cuyo “recargo
temporal de solidaridad” supone un
incremento considerable del IRPF de los
contribuyentes más modestos.
Dichos
funcionarios tuvieron la decencia de hacer
público un demoledor informe sobre la
evasión fiscal en este país, el tercero más
defraudador de la UE en el ranquin de las
economías sumergidas, en el que señalaban la
escasa voluntad de la Agencia Tributaria en
la lucha contra el fraude.
El 80% de la
plantilla de inspectores fiscales se dedica
a comprobar e investigar las irregularidades
menores “de autónomos, pequeñas empresas y
de algún trabajador que haya olvidado alguna
partida en su declaración”, mientras la
mayoría de las grandes fortunas y las
grandes empresas se escapan del control.
El resultado
es que la impunidad de ciertos evasores
fiscales ha consolidado la práctica del
fraude, al tiempo que se ha cuadruplicado la
tasa de economía sumergida en la última
década.
Los
funcionarios, que estos días se han puesto
en pie de guerra en diversas autonomías,
reivindican los medios necesarios para
cumplir eficazmente con su trabajo y para
que no les conviertan en los chivos
expiatorios de la crisis.
Hay otros
muchos ciudadanos vapuleados, empezando por
los más de cinco millones de desempleados,
pero no pretendo establecer agravios
comparativos con quienes lo tienen aún peor,
sino reivindicar la necesidad de la función
pública y, también, la dignidad de quienes
la ejercen..