Los obispos españoles
disfrutan de un privilegio que no posee ningún
empresario: seleccionan a su personal y prescinden de él
según sus particulares criterios, pero es el Estado el
que paga los sueldos y el que afronta las
indemnizaciones en caso de despido improcedente. Que
tome nota la patronal de esta bicoca que permite a los
obispos incluso quitarse de encima a los siempre
incómodos sindicalistas. Total, de perder el pleito -y
casi siempre lo pierden- paga el Estado.
Desde que en 1979 el
Gobierno español suscribió con el Vaticano un acuerdo
que permite este estado de cosas, la Iglesia católica ha
perdido decenas de pleitos que han costado al erario
público millones de euros a cuenta de los despidos
improcedentes de los profesores de religión católica,
que suman, por cierto, un total de 17.000 en las
escuelas públicas españolas.
El último caso es el de
Resurrección Galera, una profesora de religión católica
de Almería que tuvo la desfachatez de casarse con un
divorciado.
Galera fue despedida en el
año 2001 y desde entonces ha estado pleiteando hasta que
ha logrado una sentencia favorable y firme por parte del
Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, al que el
Tribunal Constitucional ha obligado a revocar una
primera decisión que daba la razón al obispado
almeriense. Este, por cierto, ha anunciado tras conocer
la nueva sentencia que no readmitirá a Galera en su
puesto. La Junta de Andalucía y el Ministerio de
Educación tendrán que abonar los cerca de 200.000 euros
con los que habrá que indemnizar a esta mujer tan
casquivana a ojos del obispado.
Esta decisión judicial
vuelve a dejar las cosas en su sitio: ser profesor de
religión católica exige una vida privada acorde con las
exigencias eclesiásticas. Un docente no solo no puede
casarse con un divorciado. Tampoco debe tener relaciones
con alguien aun estando separado ni hacer huelga ni ser
un vil sindicalista. El anterior Gobierno cambió la ley
para que estos profesores tuvieran desde el primer día
contrato fijo y no fueran víctimas de la precariedad a
la que les sometían los obispos, pero quién sabe si los
prelados lograrán incluso revocar un mandamiento civil
tan molesto.
El País |