La
holgada victoria electoral del
Partido Popular, con 186 diputados y
136 senadores, nos ha situado a
“nivel europeo”. Estamos
homologados. Ya somos otro país -¿y
van…?- donde la crisis económica se
ha llevado por delante y con prisa
-las elecciones se han adelantado-
un gobierno de izquierda, dicho sea
en sentido amplio y con gran
benevolencia, para sustituirlo para
un gobierno de derecha, muy de
derechas.
De poco ha servido la rápida
aceptación por Zapatero de los
dictados que llegaban de Bruselas y
la aplicación por el Gobierno
socialista de las recetas prescritas
por el triunvirato de curanderos (Merkel,
Trichet y Sarkozy) para tranquilizar
a las agencias de “rating” (¿viene
de rata?) y aplacar la gula de los
llamados mercados financieros. Todo
ha sido en vano, porque España no ha
salido de la zona de riesgo.
Como en Grecia, en Portugal, en
Italia o en Irlanda el esfuerzo ha
sido baldío, porque desde Bruselas
no se pretende tanto poner fin a la
crisis económica, ni salvar a la
Unión ni salvar el euro, objetivos
discutibles, pues antes que el
mercado europeo o la moneda están
las personas, como salvar a la
banca, que gestiona inversiones
privadas hábilmente convertidas en
deudas públicas. Capitales que
intentan evitar el riesgo y tener
asegurado el cobro del principal y
los intereses de la deuda a su
vencimiento; capitales libres que
apuestan sobre seguro -¡con garantía
del Estado!- y sólo admiten la
posibilidad de ganar.
Crecido en un mercado desregulado,
el capital financiero campa a sus
anchas por el mundo sin reconocer
otra soberanía que la suya, dictada
por el objetivo primordial de
aumentar la ganancia. No respeta
fronteras nacionales ni marcos
jurídicos; ni límites espaciales,
racionales o morales, y en su
enloquecida y arrolladora carrera
pretende configurar el mundo a su
imagen y semejanza desregulando
gobiernos, instituciones y
sociedades.
A la brava, ha desarbolado la Unión
Europea, sustituyendo la actividad
de sus órganos ordinarios por las
decisiones de un triunvirato
dirigido de forma ejecutiva por
Angela Merkel, ha obligado a cambiar
gobiernos con precipitadas
elecciones o con decisiones
aparentemente técnicas, reemplazando
gobiernos elegidos democráticamente
por tecnócratas designados a dedo, y
finalmente está desregulando las
sociedades, destrozando el tejido
productivo, la vertiente más social
de la banca (las cajas de ahorros),
menguando la función asistencial del
Estado y de las asociaciones
solidarias y cargando sobre las
familias la tarea de paliar el
desamparo de millones de personas.
El pago de la deuda es la coartada
que todo lo justifica, y la crisis,
la coyuntura propicia para acumular
riqueza y concentrarla cada vez en
menos manos; es un marco de
excepción que permite modificar
drásticamente las condiciones
laborales y comerciales, subvertir
el vigente (des)orden económico,
suprimir derechos, reducir la
autonomía de los individuos y la
soberanía de los ciudadanos. Y
los gobiernos si quieren sobrevivir
deben convertirse en vasallos de los
mercados y aceptar la función de
revestir de legitimidad democrática
la voluntad de quien realmente manda
adoptando la única opción permitida:
salir de la crisis pagando el precio
que exijan los usureros.
En España, tras las elecciones del
domingo, el capital financiero ha
encontrado su mejor valedor en el
Partido Popular, alineado de forma
incondicional con los dogmas
neoliberales. Sin los escrúpulos de
Zapatero, el gobierno de Rajoy
aplicará con decisión y dureza -y
además con sumo gusto- las medidas
dictadas por los especuladores. El
anonimato de los inversores se verá
favorecido por la opacidad, la
condescendencia con la corrupción y
el gusto por el estilo autoritario
para gobernar. Y es inútil esperar
otra cosa.