Las medidas anunciadas por el presidente de la Generalitat, Artur Mas, se suman a la moda de guardar en el cajón programas de ajuste para el día siguiente de las elecciones.
La moda la inauguró el PP después de las autonómicas, sigue ahora en Cataluña y quién sabe si culminará en la rueda de prensa posterior al primer Consejo de Ministros de Mariano Rajoy (esperemos que no).
La música en todos los casos conocidos es la misma: el triunfo en las urnas legitima a los gobernantes para coger las tijeras de podar, la situación es mucho peor de lo esperado, etcétera, etcétera.
Como este hilo argumental es bastante confuso, valgan las siguientes precisiones:
1. La legitimidad para gobernar según se tenga por más oportuno no la otorga la victoria, sino la mayoría parlamentaria dispuesta a apoyar las medidas.
2. La legitimidad de la victoria está en relación directa con la claridad del programa con el que se concurre a unas elecciones. Si 48 horas después de cerrarse el escrutinio se adoptan medidas de las que no se habló en la campaña, la legitimidad formal queda a salvo, pero la legitimidad moral puede resultar dañada.
3. Aunque no se dispone de cifras, cabe presumir que algunos electores pueden sentirse defraudados con las primeras medidas postelectorales adoptadas por el Gobierno al que sostiene un partido al que otorgó su voto el domingo.
4. La gestión de la crisis es diabólicamente difícil, pero la mayoría se sentiría más segura si supiera cuál es el negrísimo horizonte hacia el que nos dirigimos. Ahora la sensación de inseguridad es máxima: se suceden los recortes, se encabritan los mercados, el paro sigue en la estratosfera y sólo sabemos que no sabemos nada.
5. El taburete de la democracia tiene tres patas: representatividad, pluralismo y transparencia. Si una de las tres se debilita, el taburete apenas aguanta, si una de ellas desaparece, simplemente cae.