Que la
educación debe ser pública se ha
escuchado por todos los rincones del
país acompañado de muchas razones, la
mayoría relacionadas con la igualdad de
oportunidades para todos, sean de la
condición que sean. Sin embargo, yo veo
otra razón del mismo peso y que no se ha
tenido demasiado en cuenta.
Este junio terminé mis
estudios de 2º de Bachillerato en un instituto público
y, con un poco de perspectiva, mirando hacia atrás e
intentando recapitular mis años en la enseñanza pública,
entendí que no solo había aprendido a nivel académico
todo lo que debía aprender, sino que además había
entendido el mundo a través de mi clase, que siempre
había estado compuesta por gente diversa y donde no
habían faltado nunca extranjeros, personas de distintas
etnias, niños que llegaban sin saber una palabra de
español, con problemas familiares, económicos, con
distintas culturas, distintas creencias, etcétera. He
escuchado a mucha gente decir que este tipo de gente
frena el ritmo de la clase y hace perder a la enseñanza
pública la calidad que debería tener. Mentira.
La calidad y la diversidad
nunca han estado enfrentadas, qué mejor calidad que una
escuela que te enseña el mundo real, a respetar y
convivir con personas con las que luego te vas a
relacionar profesional o personalmente.
Estoy orgullosa de la
enseñanza pública, con sus virtudes y sus defectos,
porque gracias a ella ahora soy una persona respetuosa,
tolerante y autosuficiente y espero que no nos quiten
esta enseñanza porque yo la considero una necesidad, la
mejor forma de conocer el mundo a través de un aula, que
al fin y al cabo es el conocimiento más importante.