Una de las
noticias educativas que más
sorprendieron e inquietaron durante el
curso pasado fue la decisión de la
Comunidad de Madrid de crear un
Bachillerato de excelencia, para que los
alumnos con mejores notas -no los
mejores alumnos, eso es otra cosa-
desarrollaran sus capacidades en un coto
cerrado, sin contacto alguno con los
alumnos no excelentes, como si temieran
que el contagio con estos últimos
degradara sus genes sobresalientes. Los
que gestaron tan desagradable idea son
los mismos que han gestado esta otra, no
menos desagradable y, por su
repercusión, mucho más dañina: reducir
drásticamente el presupuesto de las
otras enseñanzas públicas no
universitarias que se imparten en los
institutos normales y corrientes, ajenos
al engendro de esa ilusa excelencia.
Como se ve, son dos movimientos
perfectamente simétricos, exactamente
coincidentes en el tiempo y de
significado exactamente opuesto: por un
lado, se favorece una concepción
elitista de la enseñanza pública,
falsamente realzadora de su dignidad, y
a la que se dedica sin problemas el
presupuesto que necesite y, por otro, se
ahoga el normal desarrollo de la otra
enseñanza -la real, la que retrata de
verdad nuestra sociedad-, con salvajes
recortes presupuestarios que revelan
algo esencial en la ideología
conservadora que dirige los destinos de
la Comunidad de Madrid desde hace años:
importa poco la enseñanza pública y
mucho más las otras enseñanzas (privada
y concertada), a las que se apoya con un
goteo contumaz e implacable que está
rindiendo sus frutos y más con este
hachazo terrorífico -promovido por
Aguirre y ejecutado por Figar, una
experta en gestión empresarial- que deja
a la enseñanza pública en un estado de
ruina intolerable.
Presidenta y consejera desconocen que la
enseñanza pública tiene la obligación de
sentar las bases de una sociedad más
bondadosa e igualitaria, acogiendo en
sus aulas a todos los alumnos en edad
escolar, sean quienes sean, vengan de
donde vengan, y planteen los problemas
que planteen. Atender a esas realidades
exige muchos recursos, tanto económicos
como humanos, con el fin de crear una
educación pública de calidad capaz de
preparar adecuadamente a todos los
alumnos, tanto a los inmejorablemente
capacitados como a los más necesitados
de ayudas especiales. En vez de mimar
este proyecto, incrementando las medidas
de apoyo y protección, el Gobierno de la
Comunidad de Madrid ha provocado de un
plumazo un destrozo bestial en ese
organismo tan sensible llamado educación
pública, con un recorte de 80 millones
de euros, del que se vanagloria la
presidenta en carta irresponsable y
cínica a los profesores.
Semejante proeza presupuestaria ha
logrado poner patas arriba a los centros
educativos, sumiéndolos en una
angustiosa sensación de estrangulamiento
y pobreza, retrocediendo a Dios sabe qué
tiempos de precariedad y posguerra, con
montones de profesores tratados como
ganado, obligándoles a desplazarse a
lugares muy alejados de sus centros
habituales y en ocasiones forzándoles a
compartir su docencia en dos y hasta en
tres institutos a la vez. Han dejado a
5.000 profesores interinos en el paro,
muchos de ellos jóvenes entusiastas,
truncando todas sus esperanzas y
devaluando sus muchos cursos y másteres
realizados para mejorar su cualificación
profesional.
A partir de ahora se abren en los
centros públicos numerosos frentes a la
degradación, por muchas razones, y no es
la menor por la profundamente
antieducativa obligación a que se verán
sometidos multitud de profesores de
explicar materias en las que no tienen
ninguna preparación. Además, las dos
horas lectivas famosas a las que se
refiere Figar, la diseñadora del
atropello, en la práctica se traducen en
supresión de los desdobles -decisivos
para poder atender a alumnos con grandes
desniveles de conocimientos en materias
troncales-, en la supresión de tutorías
-fundamentales para ayudar a los
alumnos, individual y colectivamente-,
en más grupos a cargo de los profesores
-lo cual significa mermar gravemente su
eficacia-, en más número de alumnos en
las aulas -más horror aún- y, en
general, en un grave deterioro de todas
las circunstancias que favorecen un
desarrollo digno y razonable de la
docencia, el único posible para hacer
realidad una educación pública de
calidad, y no una degradada, residual y
abandonada pariente pobre de las otras
educaciones (la privada y la
concertada).
Peligra la educación pública en Madrid,
en Galicia, en Castilla-La Mancha: el
neoconservadurismo, que la menosprecia,
se ha cebado con ella. Peligra la
infraestructura más decisiva de la
solidaridad social en un país moderno y
más justo; peligra el fundamento de una
sociedad que aspira a hacer posible que
los orígenes sociales no condicionen
para siempre las posibilidades de
desarrollo personal de cualquier
ciudadano. Peligra una larga tradición
ilustrada, librepensadora, que ha
encontrado en los centros públicos su
lugar natural, a salvo del control de la
ideología de sus dueños -cualesquiera
que fueran- o de las garras de los
despiadados gestores (Aguirre y Figar
saben). Los ideólogos madrileños del Tea
Party (y sus secuaces gallegos y
manchegos) han salido a su caza. ¿Quién
está dispuesto a defenderla de estos
desaforados cazadores?