Cada
mañana cojo el coche para ir al
colegio donde trabajo, en las
afueras de la ciudad. Vivo en el
barrio de San Pablo de Zaragoza, un
conjunto de calles que antiguamente
se especializaban por oficios y que
ocuparon un extrarradio de la
muralla romana. El barrio siempre ha
tenido un perfil popular, con sus
tabernas y tahonas. Una torre
mudéjar, de aspecto yemení,
contribuye a dar a estas calles un
aire oriental y extraño. Durante
décadas, pese a ocupar hoy un
espacio urbano central, se dejó que
muchos de sus rincones y plazas se
degradasen, con solares vacíos en
los que se amontonaba la basura con
las jeringuillas de los drogadictos.
Este fue uno de los barrios en los
que se instaló parte de la
emigración que desde los noventa
llegó numerosamente a la ciudad. Ha
habido intentos posteriores de
mejorar esta zona, pero sin un
impulso del todo decidido.
Apenas conozco a alumnos míos que
tengan su casa por aquí, salvo a mi
querido Felipe, que vive en un
edificio nuevo que da al Ebro. Diré
que son alumnos de un colegio
privado. Muchos de ellos tienen sus
casas en urbanizaciones de las
afueras. A mí siempre me ha gustado
vivir en el centro de las ciudades,
no entiendo que haya un lujo mayor,
aunque no todos mis alumnos están de
acuerdo en esto conmigo y he
discutido sobre ello alguna vez. Me
gusta seguir sintiéndome, en cierto
modo, un ciudadano romano, y
entiendo que es un privilegio vivir
junto a estas murallas. Muchos de
mis alumnos tampoco han ido nunca al
rastro de la ciudad, que es uno de
mis rincones dominicales favoritos.
"¿Usted va ahí?", me preguntó una
vez una alumna casi en tono de
reprobación, dando a entender que
era un lugar demasiado sucio. No
puedo hacer generalizaciones porque
en mi colegio hay de todo, desde
familias desahogadas a personas de
recursos medios o escasos pero que
han decidido invertir sus ahorros,
un piso o uno de los sueldos de los
padres en la educación de sus hijos.
Y, honestamente, no creo haber
enseñado más en mi colegio de lo que
he aprendido en él. En todo caso,
una de las cosas que he tratado de
transmitir a mis alumnos es el amor
a la propia ciudad, a su centro -y a
su pasado-, a los espacios comunes.
Me doy cuenta de que no tengo nada
de qué hablar con las personas que,
por así decirlo, nunca "pisan el
centro".
Cojo el coche, iba diciendo, y de
camino al trabajo tengo que ir
deteniéndome frente a los pasos de
cebra de tres colegios próximos a mi
casa, y ahí veo pasar a alumnos que,
en conjunto, ofrecen una estampa
algo distinta de lo que luego voy a
encontrar en mi aula. Veo pasar a
madres emigrantes con sus hijos,
chicas jóvenes con velo y grupos de
adolescentes que fuman en corros
mientras apuran la hora de entrada.
No es fácil de adivinar que algunos
de ellos carecen de cualquier
referente universitario en sus
familias, aun en grado lejano. No
quiero exagerar, ni ofrecer una
imagen apocalíptica, porque tampoco
es eso lo que veo, pero desde luego
todos los días, por un momento, soy
testigo de que en nuestra sociedad
no todos tienen las mismas
oportunidades a la hora estudiar, y
esto tiene que ver con el centro al
que me refería, y con una hipocresía
extendida: si hago un repaso mental
rápido me doy cuenta de que son
pocos quienes de entre mis amigos y
conocidos, con carreras
universitarias o bien situados
socialmente, y que públicamente se
reconocerían como de izquierdas o
progresistas, llevan a sus hijos a
la escuela pública. Los llevan,
quizá, en el bachillerato, después
de haber atravesado el "tramo
peligroso" de la ESO, ese
experimento controvertido de nuestra
democracia. Estos conocidos y amigos
míos eligen colegios laicos,
preferentemente, y se han venido
justificando con el argumento de
buscar una enseñanza bilingüe o
internacional. No les acuso porque
yo no sé lo que haría si tuviese
hijos como ellos. Pero no quiero
dejar de señalar que muchos de ellos
son políticos. Desde la semana
pasada se han hecho públicos los
patrimonios de nuestros diputados
-una medida que me ha parecido
impúdica y desacertada-, cuando, en
lugar de saber si se gastan el
dinero en pisos o motos de marca,
quizá sería más interesante conocer
a qué colegios llevan a sus hijos de
14 y 15 años.
Entiendo como normal un sistema de
enseñanza en el que convivan centros
públicos con otros de carácter
privado o semiprivado. Pero hay por
lo menos un par de irregularidades
ante las que no deberíamos bajar la
guardia. Una, referente a los
colegios concertados, es bien
conocida: el hecho de que un Estado
no confesional esté pagando escuelas
de carácter religioso y que, en
muchos casos, no se hacen cargo
proporcionalmente de los alumnos más
problemáticos, bien sea por
cuestiones idiomáticas, de aptitud o
de extracción social. La otra,
referida a la enseñanza pública, es,
por lo que he venido entendiendo, la
de haber seguido un concepto de
igualdad no siempre justo ni eficaz,
tratando, como tantas veces se
denuncia, de equilibrar a la baja:
se fuerza a que alumnos adolescentes
con buena disposición tengan que
compartir el aula con otros que
sencillamente ocupan esa silla por
un imperativo legal -la escolariza-ción
es obligatoria e igual para todos
hasta los 16-, y se hace difícil en
muchos casos que buenos estudiantes
de condición económica baja pasen el
filtro de un medio adverso para
aprender, por lo que se les condena,
por así decirlo, dos veces.
El refugio de la memoria, el libro
de recuerdos que escribió Tony Judt
justo antes de morir el año pasado,
tiene un capítulo titulado
Meritócratas donde trata de su
educación. El libro ha sido una de
mis mejores lecturas de este verano,
me ha gustado el humanismo
europeísta del autor, su aliento
antitotalitario y a la vez defensor
de la idea de lo público. Y en ese
capítulo, digo, narra cómo en los
años sesenta pudo acceder al nivel
más alto de educación, el King’s
College de Cambridge, viniendo de la
escuela pública gratuita, como lo
hicieron muchos de sus compañeros
procedentes de barrios londinenses.
Existía entonces una escuela pública
selectiva a la que se accedía por
mérito, y que permitía a su vez
acceder a las universidades antes
reservadas a las élites. "Igualdad
de oportunidades -concluye- e
igualdad de resultados no son la
misma cosa". El impulso igualador de
los sucesivos Gobiernos laboristas,
cuenta, ha acabado por favorecer,
según su opinión, a los colegios
privados y a la hipocresía social en
materia educativa.
Yo no sé si la propuesta de Judt, la
meritocracia de una educación
selectiva dentro del sistema
público, es o no la mejor. Pero, en
todo caso, considero que todo lo que
vaya contra el conocimiento o frene
el legítimo afán de aprender nunca
podrá ser presentado como un
elemento de justicia social ni de
progreso. Las veces en que he tenido
ocasión de oír o hablar con
pedagogos responsables de nuestro
sistema de enseñanza me ha sucedido
que, o bien no entiendo cabalmente
lo que dicen, por utilizar una
terminología opaca con la que me he
resistido a estar familiarizado, o
bien no dejo de sentir algunas
discrepancias. Lo de no enseñar
contenidos, por ejemplo, sino
enseñar a que el alumno aprenda por
su propia cuenta, es una idea sin
duda interesante, pero lo cierto es
que la búsqueda del saber no puede
partir de cero, y el profesor, se
quiera o no, tiene que transmitir
conocimientos, y cuantos más mejor.
De hecho, son los alumnos quienes
llevan la delantera a los profesores
en el uso de Internet y las
tecnologías de la información, lo
que no nos hace dudar de lo mucho
que esos chicos nos necesitan.
Pienso que nos equivocamos si
entendemos que el fin primero de las
aulas es el de hacer de correctores
o igualadores sociales, en lugar de
posibilitar el aprender. Porque
invirtiendo el orden quizá
produzcamos el efecto contrario al
buscado. Es en los profesores que
aman las disciplinas que imparten
donde ha de recaer el peso de la
enseñanza, en quienes sufren cuando
ven que se desperdicia la
inteligencia o que, tan
injustamente, los que podrían
progresar se quedan en el camino.