La Jornada
Mundial de la Juventud (JMJ) tiene poco
que ver con la religión, y mucho que ver
con el poder. Tiene que ver más con el
espectáculo de masas y con el actual
modelo televisivo de las «estrellas de
rock», que con los principios del
evangelio que predica la propia
jerarquía católica.
La jerarquía católica trata de dar una
imagen de fuerza, congregando en torno a
su máximo líder a más de dos millones de
fieles en pleno agosto, aunque se ha
quedado en menos de medio millón de
jóvenes, que han traído de todo el
mundo. Pero los pobres, los «condenados
de la tierra» que llamaba Frantz Fanon,
esos a quienes iba dirigido el mensaje y
el compromiso de Jesucristo, no son
quienes estarán en este macroevento,
pues no pueden pagarse un viaje de este
costo para «ver al Papa». Porque de eso
se trata, de un macroevento, al estilo
de los grandes conciertos o de las
grandes competiciones deportivas, en el
que se visualiza al líder, en el que se
muestra su poder de convocatoria, su
capacidad de llenar grandes espacios
públicos.
Estas concentraciones masivas sólo
sirven para galvanizar emociones, para
generar sensaciones de poder y unión de
un grupo religioso, que siente cómo poco
a poco pierde seguidores y fuerza. Este
tipo de religión de la imagen y del
espectáculo interesa cada día menos. Una
religión que se nutre de mensajes, pero
cuyas prácticas poco corresponden con
sus proclamas. No hay más que ver el
abandono de las prácticas y de las ideas
religiosas entre los jóvenes y los no
tan jóvenes, acompañado por el
desprestigio de la Iglesia y sus
dirigentes en amplios sectores de la
opinión pública. Procesos sociales que
van en aumento, no sólo en España, sino
en todo Europa.
De ahí, la insistencia en estas
megajornadas que tratan de ser lo más
multitudinarias posibles. Pero estas
concentraciones masivas sólo afianzan
sus convicciones a los ya convencidos,
mientras que a muchas gentes les
resultan extrañas o escandalosas.
Especialmente cuando tienen que
constatar que mientras el billete de
Metro en Madrid sube un 50%, el gobierno
de la Comunidad de Madrid de Esperanza
Aguirre les hace a los peregrinos una
rebaja del 80%. Que mientras se desaloja
al 15—M de la Puerta del Sol, se
habilitan espacios en el retiro para
confesionarios de diseño o se corta el
tráfico del centro de la capital durante
ocho días que dura la visita de
Ratzinger. La Iglesia católica parte del
supuesto de que le asiste un derecho a
ocupar los espacios públicos para actos
privados, como esta visita «pastoral» a
sus fieles. El problema es que goza de
la anuencia de las autoridades del PP y
del PSOE, que ponen ingentes recursos
públicos, humanos y materiales, para
estas jornadas y a cuenta de los
contribuyentes, sean o no sean
católicos.
Además, en un momento de estrecheces
generales, que se aplican al recorte de
los gastos públicos para los sectores
más necesitados, produce una impresión
muy negativa, por no decir escandalosa e
inmoral, que en nombre de Cristo se haga
ostentación de tanto despilfarro. Y es
igualmente inmoral alegar que los
peregrinos que vienen a la JMJ dejan
mucho dinero en Madrid, pues lo que pone
en evidencia es la faceta mercantil del
acontecimiento. Una faceta que «clama al
cielo», cuando para organizar este
evento la jerarquía católica se une a
grandes empresas y multinacionales que
forman parte de lo que la prensa llama
los mercados y que son las que han
provocado o han contribuido a provocar
la crisis que están pagando los sectores
más indefensos en el Norte, con nuevas
formas de precariedad, ajustes,
destrucción de la protección social,
exclusión y pobreza, y que el Sur lleva
pagando desde hace décadas con
hambrunas, miseria y muerte.
El problema añadido es que en una
sociedad multicultural, en un Estado
aconfesional, las instituciones públicas
y especialmente aquellas
administraciones ligadas a los sectores
más conservadores, parecen querer volver
a tiempos del nacionalcatolicismo,
generando con sus declaraciones y sus
actos una confusión entre un Estado
teocrático y la Iglesia, entre el trono
y el altar, algo que devuelve la idea de
un Estado preconstitucional.
Así la Consejería de Educación y Empleo
de la Comunidad de Madrid luce sin
complejos en su balconada una pancarta
de la JMJ que proclama: «arraigados en
Cristo, podréis vivir en plenitud lo que
sois. Benedicto XVI». Las oficinas de
turismo del Ayuntamiento de Madrid,
repletas de pancartas y banderolas,
también parecen sedes de la JMJ. La
máxima autoridad del Poder Judicial, el
presidente del Tribunal Supremo y del
Consejo General del Poder Judicial,
nombrado a instancias del Gobierno del
PSOE, Carlos Dívar, afirma públicamente
que «la única verdad está en el
creador». Si dijera públicamente que es
un entusiasta votante del PP, del PSOE o
de IU, se generaría un gran revuelo y se
pediría su inmediata dimisión, porque
comprometería la imagen institucional
del Estado. Es evidente que privadamente
puede ejercer la creencia que quiera,
pero que públicamente haga este tipo de
manifestaciones debería inhibirle para
su cargo público. ¿Puede alguien así
intervenir imparcialmente en un
conflicto con ateos, agnósticos y
miembros de la iglesia católica
implicados? El presidente de las cortes
valencianas coloca un gran crucifijo en
la presidencia… Mientras, la promesa
electoral del PSOE de reformar la Ley de
Libertad Religiosa, vigente desde 1980,
se ha guardado en el cajón de los
olvidos. Frente a una época que debía
suponer la superación de la anomalía de
los privilegios de la Iglesia católica,
nos encontramos pues ante un franco
retroceso.
Todas estas manifestaciones no tienen
que ver con la religión, sino con el
poder. Lo que está surgiendo es la
movilización de determinados elementos
conservadores para retener el poder y
ciertos privilegios en una sociedad que
es laica y que cada vez se va
secularizando más, y que, por tanto, si
no ganan la calle, los medios de
comunicación, la imagen de marca, el
espectáculo, se arriesgan a perderlos.
Perder privilegios que suponen 7.000
millones al año de financiación,
mantener la religión católica en todas
las escuelas durante 15 años de
escolaridad, con profesorado religioso
pagado por el Estado, la cruz y la
biblia en los actas de toma de posesión
de los ministros y otras autoridades
públicas, la ofrenda anual al apóstol
Santiago del jefe de Estado, etc., etc.
Claro que el Papa tiene el derecho de a
visitar España. No es esa la cuestión.
Sino que la comunidad católica debería
hacer realidad el anuncio del Evangelio
de Jesús desde la implicación en la
realidad de la exclusión y el Papa tal
vez tendría que ir a la frontera entre
Israel y Palestina, con el fin de mediar
para que los israelíes dejen de someter
al pueblo palestino, o en Nigeria
acogiendo y acompañando a esas mujeres
explotadas y traficadas camino de la
Europa rica y sexualmente enferma, o en
Somalia y, además de llevar dinero,
exigir a la comunidad internacional que
se ponga fin a la muerte de tanta
víctima inocente. Como dice José Luis
Cortés, «se podrá ir a Cuatro Vientos
para ver al papa, pero para encontrar a
Jesús habrá que seguir yendo junto a los
inmigrantes de Cuatro Caminos».