Para entender el
furor que ha causado la decisión de la agencia
de calificación de riesgos financieros Standard
& Poor’s (S&P) de rebajar la deuda del Gobierno
estadounidense hay que tener en cuenta dos ideas
en apariencia contradictorias, aunque realmente
no lo sean. La primera es que Estados Unidos ya
no es de hecho el país estable y fiable que era
antes. La segunda es que el propio S&P tiene
todavía menos credibilidad; es el último sitio
al que uno debe acudir para obtener una opinión
sobre las perspectivas de nuestro país.
Empecemos por la falta de credibilidad de S&P.
Si hay una palabra que describa la decisión de
la agencia de rebajar la calificación de Estados
Unidos, esa palabra es descaro, tradicionalmente
definido por el ejemplo del joven que mata a sus
padres, y luego implora piedad porque es
huérfano.
Después de todo, el elevado déficit
presupuestario de Estados Unidos es consecuencia
fundamentalmente de la recesión económica que
siguió a la crisis financiera de 2008. Y S&P,
junto con otras agencias de calificación
hermanas, desempeñó un papel importante en la
causa de esa crisis, ya que otorgó
calificaciones triple A a activos respaldados
por hipotecas que desde entonces se han
convertido en residuos tóxicos.
Y la falta de criterio no termina ahí. S&P es
tristemente famosa por haber dado a Lehman
Brothers, cuyo hundimiento desató un pánico
mundial, una calificación A hasta el mismísimo
mes de su defunción. ¿Y cómo reaccionó la
agencia después de que esta empresa con
calificación A quebrara? Emitiendo un informe en
el que negaba que hubiera hecho algo mal.
¿Y esta gente está dictaminando ahora la
solvencia de los Estados Unidos de América?
Esperen, que la cosa se pone mejor. Antes de
rebajar la deuda estadounidense, S&P envió un
borrador preliminar de su nota de prensa al
Tesoro de Estados Unidos. Los funcionarios del
Tesoro rápidamente detectaron un error de dos
billones de dólares en los cálculos de S&P. Y el
error era la típica cosa que cualquier experto
presupuestario debería haber hecho
correctamente. Después de deliberarlo, S&P
reconoció que se había equivocado, y bajó de
todos modos la calificación de Estados Unidos,
después de eliminar parte del análisis económico
de su informe.
Como explicaré dentro de un minuto, no hay que
dar demasiada importancia a esos cálculos
presupuestarios en ningún caso. Pero el episodio
difícilmente inspira confianza en el criterio de
S&P.
En términos más generales, las agencias de
calificación nunca nos han dado ninguna razón
para tomarnos en serio su opinión sobre la
solvencia nacional. Es cierto que la
calificación de los países en situación de
impago por lo general había sido rebajada antes
del hecho. Pero en esos casos las agencias de
calificación se limitaban a seguir a los
mercados, que ya se habían vuelto contra estos
deudores problemáticos.
Y en esos raros casos en los que las agencias de
calificación han rebajado la calificación de
países que, como Estados Unidos ahora, siguen
contando con la confianza de los inversores, se
han equivocado sistemáticamente. Pensemos, en
concreto, en el caso de Japón, cuya calificación
S&P rebajó en 2002. Pues bien, nueve años
después, Japón sigue pudiendo pedir préstamos
baratos con toda libertad. De hecho, el viernes,
el tipo de interés de los bonos japoneses a 10
años era de solo un 1%.
Por eso no hay ninguna razón para tomarnos en
serio la rebaja de calificación del viernes. Son
los últimos de cuya opinión debemos fiarnos.
Y sin embargo, Estados Unidos tiene en efecto
graves problemas. Estos problemas tienen muy
poco que ver con la aritmética presupuestaria a
corto plazo y ni siquiera a medio plazo. El
Gobierno de Estados Unidos no está teniendo
ninguna dificultad para pedir préstamos y cubrir
su déficit actual. Es cierto que estamos
acumulando deuda, por la cual acabaremos
teniendo que pagar intereses. Pero si de hecho
hacen la operación de recitar números altos con
su mejor voz de doctor malvado, descubrirán que
hasta unos déficits muy elevados a lo largo de
los próximos años tendrán un impacto
extraordinariamente pequeño en la sostenibilidad
fiscal de Estados Unidos.
No, lo que hace que Estados Unidos parezca poco
de fiar no son las matemáticas presupuestarias,
sino la política. Y, por favor, ahorrémonos las
declaraciones habituales de que la culpa es de
los dos. Nuestros problemas son casi enteramente
cosa de uno. Concretamente, se deben al auge de
una derecha extremista que está dispuesta a
crear crisis repetidas antes que ceder un ápice
en sus demandas.
La verdad es que desde el punto de vista de la
economía pura, los problemas fiscales de Estados
Unidos, que ya vienen de antiguo, no deberían
ser tan difíciles de arreglar. Es cierto que el
envejecimiento de la población y la subida de
los costes sanitarios, con la política actual,
harán que el gasto aumente más rápidamente que
la recaudación de impuestos. Pero Estados Unidos
tiene unos costes sanitarios mucho más elevados
que ningún otro país avanzado, y unos impuestos
muy bajos según criterios internacionales. Si
pudiésemos acercarnos aunque solo fuera un poco
a las normas internacionales en estos dos
frentes, se resolverían nuestros problemas
presupuestarios.
Entonces, ¿por qué no lo hacemos? Pues porque en
este país tenemos un poderoso movimiento
político que, ante los modestos esfuerzos para
emplear los fondos de Medicare de forma más
eficaz, clamaba que nos amenazaban "paneles de
la muerte", y prefería arriesgarse a una
catástrofe financiera antes que acceder siquiera
a un céntimo de ingresos adicionales.
La verdadera incógnita a la que se enfrenta
Estados Unidos, incluso en términos puramente
fiscales, no es si recortaremos un billón aquí y
allí de los déficits. Es si los extremistas que
ahora bloquean cualquier clase de política
responsable pueden ser derrotados y marginados.