Don Manuel, maestro de
Bildeo durante décadas, paseaba arriba y abajo entre las
filas de pupitres, mientras los veinte escolares mal
contados cantaban la lección a voz en grito. Obviamente,
la lección no era la misma para todos; lo que cantaban
dependía de la edad, había alumnos de dieciséis años y
otros de apenas cuatro. La cosa empezaba como un rumor
de colmena o de monasterio tibetano; la voz grave de los
mayores iba imponiéndose como una marea creciente; los
medianos contraatacaban elevando el volumen y a los más
pequeños no les quedaba más remedio que chillar
abiertamente; cada grupo trataba de imponer su lección a
base de decibelios, porque si aflojaba podía darse el
caso de aprender el texto de los compañeros, de tal modo
que el recitado degeneraba en un gallinero alborotado
donde los diferentes textos cantados se entremezclaban.
«Nada puede afirmarse
acerca de los primeros pobladores de España; sólo se
sabe que vivían en chozas o en cavernas», repetían unos;
mientras otros recitaban listas de ríos, y los de más
allá las virtudes cardinales y teologales, tratando de
distinguir unas y otras.
-A ver, Cipriano -decía más tarde don Manuel-. Comienza
a leer en la página 36.
– «El Pacorro miraba el tejado de su iglesia, a punto de
venirse abajo?»
-Vuelve a empezar y fíjate en lo que lees.
-«El Pacorro miraba el tejado de?»
-¿Quién es ese Pacorro, Cipriano, alguien que
conozcamos, algún vecino nuevo?
-¡Ah, me equivoqué! Empiezo de nuevo: «El Párraco miraba
la el tejado de?»
-Tienes una facilidad tremenda para inventar palabras,
Cipriano. ¿De qué «Párraco» estás hablando?
-Del párraco al que se le caía el tejado?
-¡Párroco, Cipriano, párroco!; Ni pacorro ni párraco:
¡Párroco!
-Don Manuel, en este pueblo al cura siempre lo llamamos
«párraco».
-Pues está mal dicho, amigo mío.
-Es que usted quiere que hablemos como en Madrid y
estamos en Bildeo.
-En la escuela se debe aprender bien el castellano,
idioma común a muchos millones personas de España e
Hispanoamérica. En casa, en el pueblo, es lógico que
hablemos como se habla en Bildeo, nada que objetar, pero
mi tarea consiste en que sepáis manejaros con soltura en
cualquier lugar de España y en países que hablen
español. No es ningún capricho: las leyes, los
periódicos, los libros, las instrucciones para manejar
una máquina, todos son documentos necesarios para
desenvolverse en la vida y están escritos en castellano.
Ya sé que en Bildeo hay un habla con particularidades,
en las Cuencas mineras tienen las suyas, como en Luarca
o en Llanes. Pero lo principal es el castellano, el más
útil para vosotros, y estáis obligados a dominarlo en lo
posible. Para eso estoy yo aquí, entre otras cosas.
Como ven, tenemos pelea de
antiguo entre el maldito idioma castellano, la lengua
imperial e imperialista, y el humilde asturiano o bable.
Al César lo que es del César, lo uno no quita lo otro,
pero dentro de un orden: hay que recordar a todos estos
politicastros que andan ahora enredando con las
identidades nacionales, postergando el castellano o
español respecto a su lengua regional que están haciendo
un flaco favor a los alumnos y habitantes en general de
esas autonomías «ansiosas de vivir su hechos
diferenciales».
Don Manuel hacía preguntas
a éste y aquél sobre la lección del día, obteniendo
silencios, disculpas y, a veces, las respuestas
adecuadas:
-Onofre, dinos algo sobre la batalla de las Navas de
Tolosa.
-Señor maestro, estudiar, estudiéilo; saber, sabíalo;
pero olvidar, olvidóuseme.
El edificio de la escuela
lo había construido el pueblo de Bildeo a su costa, sin
ayuda de ministerios ni de nadie, siendo alcalde José
Vicente, que pagó la mayor parte de los materiales y los
jornales de los dos albañiles contratados. Además de la
sala de enseñanza, el maestro de turno tenía vivienda en
la propia escuela, disponiendo de dos habitaciones, una
cocina y un baño, todo muy reducido, sin lujos ni
quejas. Para las comidas, don Manuel iba a casa de
Francisco el Taberneiro, donde cocinaba Benita, su
mujer; el gasto correspondiente corría de cuenta del
pueblo, a escote pericote.
Entre los vecinos, Pepe
l’Indiano pasaba por ser de los más ilustrados porque
hablaba francés, lo había aprendido en Buenos Aires,
donde trabajó de camarero algunos años. Pero su
especialidad era la caligrafía, le salía con naturalidad
una escritura primorosa de imprenta, rotulaba en lugar
de escribir. Don Manuel, sorprendido por aquel arte de
Pepe, pasó una temporada poniéndole «tareas» con el
objeto de preparar un método de caligrafía útil para sus
alumnos. Pepe explicaba sus idas y venidas a la escuela
con aquella enigmática frase que dejaba a la gente
sorprendida:
-Estoy enseñando las letras al maestro.
Seguiremos informando.
Javier
Gancedo Verdasco |