Sucede a menudo en
Catalunya que el debate competencial dificulta la
correcta apreciación de los problemas. Que el ministerio
de Economía haya vetado una oferta catalana de plazas de
profesorado tiene una evidente lectura política, aunque
no es de menor interés el hecho en sí. Que una cuestión
tan esencial como la dotación de recursos humanos del
sistema educativo pase a formar parte del mercadeo de
mensajes partidistas es hasta cierto punto inevitable,
pero no es excusa para dejar de preguntarnos por el
fondo del asunto.
Habituados como estamos a
responsabilizar a los profesores de cualquier calamidad
que pueda relacionarse remotamente con carencias
formativas, ¿no deberíamos cuestionarnos sobre lo que
estamos haciendo por ellos para evitar esas situaciones?
Cuando se habla de
devolver a maestros y profesores la autoridad perdida,
suelen mencionarse medidas que tienden a corregir la
corriente educativa que arranca en la transición
democrática y que se considera en exceso condescendiente
con los derechos de los alumnos. De esta extendida
vocación de contrarreforma surgen, en el fondo,
propuestas como la de uniformizar a chicos y chicas en
las clases o la de volver a construir tarimas para que a
todo el mundo le quede muy claro quién manda. También la
restitución de ciertos valores propios de nuestra
tradición católica en el día a día de los centros
educativos. Son propuestas compartibles por un amplio
sector de la sociedad – la disciplina ha dejado de ser
un valor exclusivamente conservador-,aunque, según quién
las formula, se intuye que hay una motivación ideológica
que acaba dando por buena cualquier iniciativa que
liquide los valores tradicionales de la izquierda.
Es un debate lícito en
democracia. Lo que no debería servir para negar la
posibilidad de otros debates: por ejemplo, el que se ha
abierto en Estados Unidos sobre cómo influye la baja
remuneración de los docentes en el desprestigio de la
escuela pública. Es una controversia que surge al hilo
del informe McKinsey (Closing the talent gap,2010) sobre
los sistemas educativos excelentes. Este plantea,
resumiendo, que países con brillantes resultados
educativos, como Finlandia, Corea del Sur o Singapur,
basan su sistema en mejorar la consideración social del
profesor por la vía del estímulo salarial.
Evidentemente, las
condiciones laborales de los profesores de la escuela
pública norteamericana son mucho más precarias que las
de sus homólogos en un instituto en Catalunya, a pesar
de los años de congelación salarial y del reciente
recorte del 5%. La crisis económica, además, obliga al
sacrificio sin excepción. Pero no estaría de más
plantearse, en un futuro más benigno, la posibilidad de
mejorar sustancialmente los salarios de los docentes
catalanes que acepten someterse a un sistema de
evaluaciones que determine su capacidad de innovar los
métodos educativos, en la línea de lo que se señala en
el citado informe.
Les debemos nuestro apoyo.
Durante los años de crecimiento prodigioso, fueron ellos
quienes tuvieron que asumir la ingrata tarea de integrar
la marea de inmigrantes en sus infradotadas escuelas.
Mientras las autoridades hacían la vista gorda en los
aeropuertos para dejar entrar a mansalva mano de obra
barata – al tiempo que escenificaban rigurosos controles
en las costas-,sobre los docentes recayó la
responsabilidad cívica de integrar al recién llegado sin
que el resto de alumnos se resintiera. La profesora que
tuvo que comprarse un diccionario de mandarín para
aprender a decir "buenos días" a la niña china recién
llegada se merece algo más que convertirse en sospechosa
por no comulgar con la idea de que, con disciplina, la
letra entra.
MIQUEL
MOLINA
Licenciado en Ciencias de la Información
Subdirector de La Vanguardia |