Todos los
que hemos jugado alguna vez al Tetris
conocemos la incómoda sensación de ir
acumulando a gran velocidad una serie de
piezas sobre una base que deja mucho que
desear. El Tetris es un juego muy
popular que apareció en la década de los
ochenta. Por si alguien no lo conoce,
consiste en una serie de figuras
geométricas construidas a base de
cuadrados que aparecen en la parte
superior de la pantalla y caen hacia
abajo. El jugador puede cambiar su
orientación y también decidir en qué
lugar van a caer. De esta manera se
forman líneas horizontales de
cuadraditos que van desapareciendo a
medida que se completan, dejando espacio
en la pantalla para que quepan las
siguientes líneas. Si la pantalla se
llena completamente de figuras se
termina el juego y se pierde.
Una de las
cosas malas que pueden pasar es que se
formen agujeros en las líneas
inferiores, ya que van a ser los más
difíciles de rellenar. La sensación
incómoda a que hacía antes referencia es
la de estar acumulando piezas sobre una
base llena de agujeros, ya que las
piezas caen cada vez más deprisa. "No sé
cómo, pero ya lo arreglaré", te dices
mientras intentas ubicar las nuevas
piezas de la manera más adecuada.
Hasta que
llega un momento en tienes una clara
conciencia de que la cosa no tiene
arreglo.
Esta es la
desagradable sensación que hemos tenido
muchas veces todos aquellos que hemos
ido mal en matemáticas.
El Tetris
tiene diferente niveles. En cada nuevo
nivel las piezas caen cada vez más
deprisa. En matemáticas, conforme vamos
aumentando el nivel, sucede algo
parecido: cada vez se entienden menos
cosas a mayor velocidad. El tiempo no se
para, avanzamos cursos y el caudal de
información es cada vez mayor. Hasta que
nos ahoga. Y lo paradójico de la
situación es que LAS MATEMÁTICAS SON
CADA VEZ MÁS FÁCILES. Ya sé que cuando
digo esto el 99% de los que me leen se
disponen a tirarme los platos a la
cabeza. Es comprensible, tienen que
bregar con algo que no solo no
entienden, sino que además tiene muy
pocas posibilidades de entender. Lo que
quiero mostrar aquí es que esta penosa
situación no se debe a que la materia a
la que se enfrentan sea difícil o que la
inteligencia del sujeto sea
insuficiente, sino a que se ha generado
una situación muy similar a la que me
refería antes con el juego del Tetris:
las líneas inferiores, las más próximas
a la base, están llenas de agujeros.
Creo que
el origen del fracaso escolar actual, en
lo que a las matemáticas se refiere, hay
que ir a buscarlo muy atrás. Y con esto
no estoy queriendo afirmar que las
matemáticas básicas no se enseñen de
forma adecuada, sino que no somos
sensibles a las alarmas que se disparan
en los alumnos de los primeros cursos.
El
conocimiento matemático se construye
sobre bases que no admiten ningún tipo
de agujero. Cuando éste se produce,
inmediatamente aparece una sensación de
desasosiego. Lo cual es absolutamente
normal.
El
pensamiento matemático es consustancial
al funcionamiento lógico de nuestro
cerebro. Es un proceso "natural", como
lo es el lenguaje. Nuestras neuronas
están preparadas para aprenderlo (es
más, en cierta forma lo necesitan) y
cuando en el proceso de aprendizaje se
produce algún tipo de anomalía lo
detectamos con una sensación más o menos
desagradable. En este sentido, cuando
alguien se siente frustrado porque no
entiende determinado razonamiento
matemático está poniendo de manifiesto
su excelente estado de salud mental.
Cuando
pasamos de un nivel de conocimiento
superior habiendo dejado agujeros
pendientes, aparece una sensación de
desasosiego que se corresponde con una
señal de alarma que ha lanzado nuestro
sistema cognitivo. Una especie de aviso
que nos dice ¡para! ¡debes volver a
atrás inmediatamente!
En este
orden de cosas mi experiencia personal
fue la siguiente. Tenía once años y
hacía primero de bachillerato. Tuve un
pequeño y molesto accidente con una
puerta que me seccionó un dedo de la
mano derecha. El caso es que, debido a
una serie de complicaciones adicionales,
estuve unos diez días sin asistir a
clase. Cuando por fin me reintegré me
encontré con el siguiente escenario: una
actividad febril en la que los alumnos
iban y venían a la mesa del profesor,
quien les corregía el ejercicio que
acababan de hacer y les ponía uno nuevo.
Había que hacer cola. Papel, lápiz, goma
de borrar. Estaban haciendo una cosa
rarísima. Le pregunté a mi compañero
¿esto que es? "quebrados", me contestó
sin levantar la vista del papel. Volví a
la mesa del profesor y me planté allí
con cara de "¿Y ahora qué hago?". El
profesor (un cura de la orden del
babero) me dijo que volviera a mi sitio
y que le dijera a mi compañero de mesa
que me explicara de que iba todo aquello
de los quebrados. Estaba claro que él no
tenía tiempo para hacerlo. Mi compañero
de mesa, Alfredo D., se parapetó en su
sitio ocultando la hoja de cálculos con
el antebrazo para que yo no pudiera ver
lo que hacía. Alfredo A. era un imbécil.
Tuve ocasión de tratarlo en la época
adulta y seguía siendo un imbécil.
No aprendí
a hacer quebrados, pero lo que sí hice
fue empezar a bajar puestos en el
"ranking". Hasta ese fatídico día había
sido el primero de la clase, pero a
partir de entonces me fui precipitando
inexorablemente hacia los últimos
puestos. Y lo que es más grave, hasta el
día de hoy siempre fui mal en
matemáticas. Se había generado un
agujero importante en mi Tetris mental
con la consiguiente sensación de
frustración.
Terminé el
bachillerato. Aprendí muchas cosas de
matemáticas. Técnicas, algoritmos,
maneras de hacer las cosas que te
permitían pasar de curso. Pero suspendía
con mucha frecuencia. Era de los
relegados que daban el salto en el
último momento y se agarraban al último
vagón de ese tren que siempre estaba a
punto de escaparse.
Las
consecuencias de tener agujeros en las
bases es que no sólo te dificulta el
seguir los cursos de matemáticas sino
que, en la mayoría de los casos, acaban
por convertirte en un mal estudiante, en
el sentido más amplio del término.
Alguien
puede pensar que estoy exagerando. Soy
licenciado en matemáticas y sé de lo que
hablo. Conozco muy bien la sensación de
caminar de puntillas sobre determinados
temas, una sensación que no he acabado
de sacarme nunca de encima.
Que a
nadie le quepa duda de que lo que nos
sucede en el período de nuestra vida que
va desde los 0 a los 12 años tiene una
importancia decisiva. Es una época en la
que el desarrollo intelectual y las
emociones forman un todo indivisible. Es
entonces cuando se forma el troquel, el
sello personal que estamparemos en todos
y cada uno de los escenarios de nuestra
vida.
Como mucha
gente, aprendí matemáticas dando clases.
Tuve que tapar todos mis agujeros uno
por uno. Era la única manera de llegar a
tener las cosas claras. Mi época
pedagógica cubrió un amplio abanico de
edades: desde primeros cursos de
bachillerato (ESO) hasta cursos
avanzados de universidad. Pero jamás me
atreví con la enseñanza primaria. Soy
consciente de que siempre he tenido
carencias importantes para adentrarme en
ese territorio. Yo creo que lo más
difícil de las matemáticas se aprende en
esa época. Se emplean varios años para
conseguir hacer con facilidad cosas tan
difíciles como sumar, restar,
multiplicar, dividir, manejarse con
números fraccionarios o decimales. Y si
alguien tiene alguna duda sobre lo que
digo que pruebe de enseñarle a dividir a
alguien que no sabe.
Estamos
hablando de las bases de nuestra
cultura, o más concretamente de las
herramientas básicas: saber leer y
escribir y saber contar. Empleamos gran
cantidad de recursos para evitar que
entre los seres que forman parte de
nuestra sociedad haya individuos
analfabetos o anuméricos. Son unos ocho
años dedicados a convertir a nuestros
hijos en seres alfa-numéricos.
Mi
experiencia pedagógica me ha enseñado
que todo alumno que es calificado como
"desastre" en matemáticas, tiene en su
Tetris personal una o dos lineas básicas
llenas de agujeros. El origen de sus
desgracias está siempre en la enseñanza
primaria. No hablo de alumnos de se han
colgado por falta de estudio y que son
fácilmente recuperables en la medida en
que están dispuestos a hacer un
esfuerzo. Hablo de personas que están
"tocadas" y que cuando rascas a fondo te
sorprendes al ver que tienen ciertas
dificultades en el manejo de las
operaciones más elementales.
La
matemática es una materia tan
extraordinariamente bien estructurada
que si las bases sobre las que se
sustentan no tienen agujeros, el ir
avanzando se convierte en una tarea
realmente sencilla y gratificante. Es en
este sentido que digo que las
matemáticas son cada vez más fáciles.
Por el contrario, cuando las cosas no
son así, no es que sean difíciles, es
que se vuelven imposibles y acaban por
convertirse en una fuente inagotable de
sufrimiento inútil.
Me atrevo
a afirmar que un tanto por ciento muy
elevado del fracaso escolar en la
signatura de matemáticas hay que
buscarlo en los primeros años, en el
ámbito de la enseñanza primaria. De aquí
no debe sacarse, como decía al
principio, la falsa conclusión de que en
éste ámbito no se esté haciendo bien las
cosas. E mi modesta opinión y en lo que
hace referencia a este país disponemos
de un plantel de maestros y maestras muy
bien preparado y que saben hacer bien su
trabajo.
Pero aún
así sucede lo que sucede. Y lo más grave
es que puede suceder sin que nos demos
cuenta. Creo que es fuera de las aulas
en donde debemos estar más atentos. Es
una labor de progenitores o tutores o de
cualquier persona que se encuentre en un
espacio muy próximo al alumno, en una
posición que le permita detectar los
primeros síntomas que pueden acabar
configurándose en un fracaso. Se trata
de ser sensible a las alarmas que se
disparan cuando se produce un agujero en
una linea básica. No siempre es fácil.
La alarma puede quedar enmascarada por
múltiples factores. Incluso uno de ellos
(el más peligroso) puede ser el obtener
unas calificaciones aceptables que den a
los padres la tranquilidad de que sus
hijos pasarán de curso sin mayores
dificultades.
Las
alarmas son inconfundibles y
silenciosas. Es un gesto de
desconcierto, de desagrado. Una mirada,
la forma en cómo se coge el lápiz, cómo
se escriben los números, el gesto
dubitativo con la goma de borrar entre
los dedos. Una pequeña pérdida en la
capacidad de concentración. Montones de
señales que pueden acabar configurando
una actitud de rechazo. Aparece entonces
una fuerte resistencia a hacer los
deberes, a sumergirse en una actividad
que se percibe como desagradable. Y hay
que tener cuidado porque este rechazo
puede acabar siendo de amplio espectro.
Ya no se trata de eludir un tipo
concreto de operaciones aritméticas o
una comprobación, sino que es un rechazo
total a la materia en si misma. Cuando
eso sucede se ha cruzado la línea roja.
No olvidemos que es una postura
emocional y que revertirla puede que no
consista sólo en enseñar a hacer bien
una multiplicación o una división, ya
que puede ser que nos encontremos frente
a un comportamiento meramente defensivo.
Una vez cruzada la línea roja el alumno
vive su fracaso acompañado de una cierta
marginación social: ha entrado a formar
parte de los que no entienden las
matemáticas, de los que necesitan clases
de refuerzo, etc. Una serie de
bienintencionadas acciones que pueden
reforzar fácilmente su sensación de
fracaso.
Cuidado.
Estemos muy atentos. Tapar agujeros es
muy sencillo… si lo hacemos antes de
que empiecen a caer piezas y piezas a
gran velocidad.