En el
debate que distintos sectores de nuestra
sociedad mantienen sobre la Universidad,
la investigación y sus posibles reformas
y mejoras hay un bando bastante numeroso
(y, tristemente, influyente) que, si
acaso llega a reconocer que ambas están
aquejadas de importantes y persistentes
problemas, niega rotundamente que los
rankings mundiales de universidades
tengan alguna validez, que se puedan
establecer comparaciones con las mejores
universidades e institutos de
investigación del mundo y, en última
instancia, que debamos siquiera intentar
competir con ellos. Parecen decir que
nuestras universidades y nuestra
ciencia, mejores o peores, son solo cosa
nuestra y que fueron creadas para fines
distintos o más restringidos que los de
Harvard o Cambridge.
Estas
razones, que transpiran miedo a
compararse con otros y a tener que
cambiar para mejorar, se esgrimen día
tras día como justificación para no
hacer nada y dejar a la universidad y
los organismos de investigación
españoles como están.
El símil
futbolístico empleado en el artículo
previo de uno de nosotros (y que el
catedrático de Filosofía José Luis Pardo
critica en su artículo El destino
deportivo de la cultura, publicado en
este mismo periódico el 7 de enero de
2011) es solo eso, un modelo; pero un
modelo que se está utilizando muy a
menudo en este debate porque refleja lo
esencial de nuestra visión de la
enseñanza superior y la investigación:
que son labores de equipo en las que se
compite por la excelencia, en las que
prima el factor humano y en la que son
importantísimas las individualidades. La
palabra clave es "competición".
Que las
universidades fuesen creadas para
"aumentar el saber del país", aparte de
discutible, no las condena a ser meros
centros de enseñanza y divulgación o a
mausoleos de sabiduría en vez de centros
de producción de conocimiento.
(Incidentalmente, algunas de las
universidades que sistemáticamente
ocupan los primeros lugares de todas las
listas de calidad son públicas:
Cambridge, Oxford, Berkeley, París,
etcétera).
Las
universidades pueden renunciar a
competir, pero, lo quieran o no, están
inmersas en una gran competición en la
que los alumnos comparan y eligen en
cuál estudiar, los comités comparan y
eligen a qué grupos de investigación
subvencionar, etcétera. Pero además la
competición es consustancial a la
investigación científica: no se puede
ser el tercero en descubrir un gen ni el
quinto inventor de un algoritmo. O se
compite por ser el primero o se renuncia
totalmente a la investigación y, en
general, a la creación de obras
originales, conformándose con estudiar
(y comprar) lo que otros han creado.
Nosotros estamos seguros de que los
"fichajes-estrella" y los "equipos
galácticos" tendrían un impacto
tremendamente positivo académico, social
y económico. Ellos pueden ser los
primeros en descubrir un gen o una
fórmula o en patentar una creación
brillante de la que todos nos
beneficiemos. Pero además pueden ser los
referentes que necesitamos urgentemente:
modelos e inspiración para los
estudiantes y colegas que formarían su
escuela, y, no menos importante,
patrones de medida que aplicar a
nuestras comunidades científicas y
también tantos "genios", profesores e
investigadores "prestigiosísimos" que
gozan de influencia política y social y
presencia mediática inmerecidas.
¿Alguien duda de lo que supuso para
España y para la medicina y biología
tener a un Ramón y Cajal? ¿Hay que
resignarse a no tener más Cajales entre
nosotros?
Claro que
estamos de acuerdo con que "es peligroso
confundir la persecución de la
excelencia científica con la ambición de
ganar a cualquier precio", pero
únicamente por la coletilla "a cualquier
precio", que por lo imprecisa hace
pensar en lo peor (zancadillas, patadas,
plagios…).
Pero algún
precio habrá que pagar y la ambición es
una de las principales cualidades de los
investigadores y creadores (Cajal dixit).
Los que no estén dispuestos a pagarlo
quizás deberían pensar en apartarse del
camino de los jóvenes investigadores que
sí lo están. Y lo que se pedía en el
artículo es simplemente que a estos se
les permita hacerlo, algo a lo que
nuestras instituciones parecen
insensibles.
También es
verdad que la financiación en España es
muy inferior a la de la mayoría de los
países con un nivel económico comparable
y que, si realmente queremos competir,
habrá que subirla selectivamente.
Es cierto
que quien hizo la ley hizo la trampa y
que cualquier conjunto de criterios
puede ser instrumentalizado en contra
del espíritu de la ley. Pero era este
precisamente el sentido del artículo,
centrado en el problema de que se
reglamenta demasiado, y mal, con efectos
opuestos a los teóricamente perseguidos.
Algunos organismos (el Centro Nacional
de Investigaciones Oncológicas -CNIO- en
Madrid, y el ICREA en Catalunya, por
ejemplo) han conseguido escapar, pero
tanto el CSIC (Consejo Superior de
Investigaciones Científicas) como la
Universidad están maniatados por una
burocracia que dificulta o impide la
incorporación de muchos científicos
valiosos y competitivos.
En España no hay suficientes profesores
cualificados para cubrir las plantillas
de las 48 universidades públicas
existentes ni del centenar largo de
institutos de investigación del CSIC al
nivel que se requiere para ser
competitivos internacionalmente. Hay que
incorporar profesores extranjeros para
mejorar estas plantillas, como se hace
con los equipos de fútbol. El problema
no es solo que no se les fiche siendo
mejores, sino que se usan los
reglamentos para impedirles entrar en el
mercado (opositar).
Finalmente, lamentamos la campaña de
descrédito que se ha desatado sobre los
rankings de universidades solo porque no
gustan sus resultados. Está claro que
unos rankings valoran más la
investigación, otros a la docencia, o
las instalaciones, o el "prestigio",
etcétera, y que por su metodología los
hay con una horquilla de error mayor o
menor. Pero cuando todos dejan mal a
nuestras universidades, hay razones para
pensar que sus resultados son
básicamente correctos. Son síntomas que
desaparecerán con la enfermedad. No
parece disparatado preocuparse por los
síntomas ni pensar que donde hay humo,
hay fuego y que si conseguimos apagarlo,
desaparecerá el humo. Cuando alguna de
nuestras universidades esté entre las 50
primeras en la mayoría de los rankings,
nadie pondrá en duda su conveniencia.
Este es un
reto para nosotros como universitarios o
investigadores y como país ante el que
no podemos lavarnos las manos
excusándonos en que "no crearon nuestras
universidades para competir". No podemos
dejar que nuestro barco se hunda porque
no nos contrataron para achicar agua. Y
el mundo no se va a parar para dejarnos
bajar.