Las
funciones de la universidad son la
docencia, la investigación y la
transferencia de conocimientos. La
función docente debería consistir en que
los profesores recomendaran lecturas (o
ejercicios empíricos) a los alumnos, les
hicieran reflexionar sobre ellas y, a
final del curso, comprobaran y
calificaran los conocimientos
aprendidos. Confieso que ni como alumno,
ni como profesor, he experimentado una
docencia de este tipo: clases
magistrales, manuales y apuntes han
sido, desgraciadamente, casi los únicos
instrumentos de trabajo. La
investigación consiste en desarrollar
una actividad que genere nuevos
conocimientos y su finalidad, en lo
fundamental, no ha cambiado. La
transferencia de conocimientos es la
aplicación práctica de los conocimientos
universitarios a la sociedad, en
definitiva, la función social que la
universidad tiene asignada más allá del
ámbito estrictamente universitario.
Si las
funciones de la universidad son las que
hemos enunciado, a sus profesores se les
debe exigir que demuestren su mérito y
capacidad en estos campos. Para ello, la
calidad universitaria depende de un buen
procedimiento de selección y promoción
del profesorado que permita comprobar el
nivel de conocimientos, la aptitud
docente, la capacidad investigadora y de
transferencia del conocimiento. Pues
bien, lo que se exige al profesorado
para ingresar y progresar en la
universidad española actual se aleja,
cada vez más, de este tipo de
exigencias. Veamos.
Como
sabemos, la selección de los mejores, en
cualquier campo de la vida, nunca está
asegurada: sólo hay métodos malos y
menos malos. Hasta hace muy poco en
España se seleccionaba al profesorado
funcionario mediante el sistema de
oposiciones bajo muy diversas variantes,
ciertamente algunas mejores que otras:
el sistema de habilitaciones establecido
en el 2001 era mejor que el anterior,
vigente desde 1984. En todo caso, las
oposiciones consistían en un conjunto de
pruebas ante un tribunal elegido en su
mayoría por sorteo entre especialistas
en una determinada materia que debatía
ante el público los méritos de los
concursantes. No siempre se acertaba:
pero cuando menos el tribunal estaba
compuesto por especialistas, elegidos
por sorteo, con pruebas públicas. Se
aseguraba en lo posible la capacidad y
mérito de los elegidos, así como la
imparcialidad del tribunal.
Pero en el
año 2007 se cambió el sistema: las
oposiciones desaparecieron y se pasó al
sistema de acreditaciones, un sistema de
baremos y de puntos. En este sistema, la
comisión juzgadora no está compuesta por
especialistas en las materias sobre las
que debe decidir, ha sido designada por
el ministerio y toma acuerdos sin debate
público y sin ni siquiera entrevistar al
concursante. Los criterios mediante los
cuales se designa a los profesores son
simplemente cuantitativos y previamente
tasados –número de libros, páginas de
artículos, estancias en el extranjero,
cursos de aptitud pedagógica, cargos
académicos de gestión, entre otros–, no
cualitativos y motivados según la libre
apreciación de la comisión juzgadora
acerca de cada concursante concreto. Ni
imparcialidad, ni publicidad, ni
responsabilidad de los miembros de la
comisión: se limitan a aplicar los
puntos según unos baremos
preestablecidos. El campo para la
arbitrariedad está, pues, mucho más
abonado que antes. Además, una vez el
concursante resulta acreditado, la
asignación a la plaza concreta la
determinan las universidades
correspondientes mediante una pantomima
de concursos públicos que fomenta,
también más que antes, la endogamia de
facultades y departamentos
universitarios.
Pero, como
es sabido, todo mal sistema es
susceptible de empeorar, y en eso,
naturalmente, estamos. Hace un par de
meses, el Ministerio de Educación ha
hecho público un borrador de decreto que
regula el estatuto del personal docente
e investigador, el cual, entre otras
cuestiones, establece un nuevo sistema
de acceso y promoción del profesorado,
también por baremos y puntos, mediante
el invento de una nueva carrera
académica horizontal en la que, más que
los conocimientos y la investigación, se
premian la antigüedad, la dirección y
gestión académica y la formación
pedagógica. Es decir, calentar la silla
durante años, tener cargos y carguillos
diversos –entre ellos los sindicales– y
asistir a cursillos. Teniendo en cuenta
que los méritos de docencia se cuentan
por años de docencia y en la
transferencia de conocimientos cuenta
también la gestión, sólo puede ser
valorada con una mínima objetividad la
investigación, un 25% del total
baremado: uno puede llegar a catedrático
con un cero de investigación. Más de dos
mil profesores ya han firmado un
manifiesto rechazando el borrador de
decreto (www.peticionpublica.es).
Esta
burocratizada universidad pública ya no
será, ya no está siendo, la universidad
de los profesores mejores, sino de los
profesores gestores. Habrá menos sabios
y más gestores, por supuesto malos
gestores.