Cuando se
miran las estadísticas, los estudios y
los gráficos es fácil comprobar los
avances alcanzados en el campo de la
conciliación laboral, personal y
familiar en la última década. Logros,
sin embargo, fáciles de conseguir si se
tiene en cuenta que en el siglo XX la
palabra conciliar (posibilidad del
trabajador a tener vida al margen del
trabajo y así poder ejercer como
ciudadano y atender a su familia) apenas
sí figuraba en los diccionarios. De ahí
que, pese a los avances, la percepción
de los ciudadanos es que el tiempo se
les va intentando mantener un equilibrio
entre su vida laboral, personal y
familiar que en muchas ocasiones se
comprueba como imposible. Y la angustia
crece y el desánimo cunde
irremediablemente.
Muchas son
las fórmulas que se barajan para
combatir esta situación pero pocas son
efectivas ante la realidad española: los
largos horarios laborales impiden
cualquier tipo de conciliación. Y
modificar esos horarios torna imposible
de cambiar ante un empresariado que
parece valorar más el presentismo del
trabajador que su eficacia.
¿Qué hacer
entonces, renunciar a tener una vida más
allá de la laboral? No, señala tajante
Nuria Chinchilla, doctora en Economía y
Dirección de Empresa y MBA por el Iese y
especialista en conciliación: "Lo que
hay que hacer es exigir al Gobierno que
retrase el reloj para situar a España en
el huso horario que le corresponde, que
no es otro que el de Portugal, Canarias
o Reino Unido. Somos europeos
occidentales y, sin embargo, llevamos el
reloj de Europa central".
Esto es lo
que lleva años defendiendo Joseph
Collin, un belga afincado en España por
amor, y quien lucha porque España
"vuelva a la normalidad horaria", lo que
implicaría reducir en una hora y media
la jornada laboral cada día.
Según
Collins, hasta 1940, España tenía el
horario solar, el que le corresponde por
el meridiano de Greenwich. Pero Alemania
decidió por cuestiones estratégicas
imponer su reloj a toda la Europa
ocupada. Los españoles se sumaron a esta
iniciativa, comprometiéndose a
"restablecer la hora normal", según la
orden de la presidencia del Gobierno de
entonces. Pero la normalidad nunca llegó
y España se quedó con el horario de
Centroeuropa.
A esto se
sumó el pluriempleo de la posguerra, que
obligó a los trabajadores a sacar el
máximo número de horas por la mañana (de
ahí que se coma a las 14 horas), y
continuar trabajando hasta las 21. Esta
necesidad de alargar las mañanas es lo
que lleva a los trabajadores a necesitar
tomarse un café o un montado al
mediodía, algo que resulta increíble en
los países europeos.
Collins,
como Chinchilla, defiende que si se
adopta el horario de Greenwich, el
español seguiría entrando a trabajar a
su misma hora pero comería a las 13,
suprimiéndose así el tentempié del
mediodía. El sol le obligaría a comer en
una hora ("nos parecería extraño
levantarse de la mesa cuando el sol
comienza a descender", indica
Chinchilla), por lo que podría salir
como muy tarde a las 18 horas. Es decir,
aún quedarían horas para dedicarlo a la
familia y a uno mismo.
El que
fuera ministro de Trabajo, Jesús
Caldera, ya propuso que se redujera la
hora de la comida al menos en una hora.
Pero, ni la recomendación fue seguida
por nadie ni tampoco es una solución
definitiva, al continuar con el horario
erróneo, tal y como defiende Collins.
"Todos los intentos de conciliar
nuestros horarios serán parches bien
intencionados pero con poca incidencia
real si no se adopta la hora de
Greenwich", insiste este belga en un
artículo en la revista de Fanoc,
mientras recuerda que esta medida no
cuesta ni un euro.