Pertenezco
a esa generación de jóvenes
universitarios que a pesar de estar
rondando la veintena hemos vivido en dos
milenios, dos siglos y cuatro décadas
distintas. De esas personas que hace
apenas unos días deambulaban por las
calles, en busca de un sitio en el
Albéitar, con ojeras en el rostro y
cansancio en las neuronas.
La mayoría
de nosotros entramos en el colegio con
cuatro años, haciendo dos cursos de
Preescolar, seis de Primaria y ya en el
Instituto, cuatro de Educación
Secundaria Obligatoria (E.S.O.).
Cuestión de siglas, ya saben. Somos
parte de esa generación WTF (que no «what
the fuck?»), jóvenes cuyas herramientas
de información y ocio se basan en el uso
de la Wikipedia, Twitter/Tuenti y
Facebook. Con dieciséis años,
comenzaríamos los dos cursos de
Bachiller y de ahí a la Universidad.
Educación preuniversitaria gratuita para
todos, catorce años de enseñanza costead
os por papá Estado y mamá Junta, con
acceso a instalaciones deportivas, aulas
u ordenadores. Sí, costeándonos los
libros en septiembre, a no ser que
tengamos la suerte de vivir en una
Comunidad autónoma, que no es el caso,
donde establecieron programas de
préstamos gratuitos de libros de unos
cursos a otros. Pero, continuando con la
calculadora en la mano, ¿cuánto dinero
ponen la Junta y el Estado, cuánto
dinero ponemos todos, en ese inmenso
esfuerzo económico tan loable y pocas
veces reconocido (como en el caso de la
Sanidad), para tener una Educación
gratuita?
Sigamos
con nuestra formación académica. Hemos
acabado 2º de Bachiller, para luego
hacer la Selectividad o P.A.U., ¿y luego
qué? Elegir carrera, buscar Universidad
y futura residencia, cambiando de ciudad
en la mayor parte de los casos.
Empezamos la titulación, con un coste de
matrícula, supongamos que de mil euros
anuales (sin contar libros y gastos
derivados del nuevo alojamiento,
transportes, comidas, etc.) En algunos
casos, becados por el Mi nisterio de
Educación, la propia Universidad o
alguna otra Fundación. En muchos otros
no, y aunque el precio de las tasas de
matrícula siempre nos parezca excesivo,
estamos aún lejos de lo que se paga en
otros países (Reino Unido, Australia o
Estados Unidos). Aunque la situación se
invierte en otros Estados (ahí tenemos
el ejemplo de Suecia, donde los estu
dios de postgrado son gratuitos).
¿Y si
acabamos la carrera y decidimos
continuar nuestra formación? ¿Realizar
un máster u optar acaso por el
Doctorado? Becados, también. Por el
Ministerio, la Junta, la Diputación o la
Obra social de la Caja de turno. Sigamos
estudiando, preparándonos,
especializándonos. Teniendo la formación
más elevada de cualquiera de las
generaciones que ha pisado jamás este
país. ¿Saben para qué? Para que «Merkel
estudie ofrecer empleos cualificados a
jóvenes españoles en paro». Para eso nos
formamos, para eso todos pagamos
impuestos. Con el objetivo de que luego
Alemania, con una economía que creció un
3,6% en 2010, se lleve a los jóvenes
formados de forma gratuita en su país de
origen a trabajar. ¿Por qué? Porque
aunque hemos invertido miles de millones
en esa educación gratuita, nosotros, los
jóvenes, no encontramos oportunidades en
nuestra tierra. Y tenemos que emigrar,
como antes lo hicieron nuestros abuelos,
a la gran Alemania, que en lugar de
perder el tiempo en promocionar a los
cachalotes como especie protegida de
nuestra Comunidad, se recupera otra vez
del desastre económico de forma
milagrosa.
Mientras
tanto, aquí en España, los doctores
trabajan de licenciados, los licenciados
trabajan de técnicos o preparan
oposiciones para que luego no haya
suficientes plazas. Los menos
afortunados son una cifra más en el
titular del periódico o en la cabecera
del telediario, formando parte de ese
30% de jóvenes en paro.
Sigue
habiendo dinero público, sin embargo,
para las pensiones vitalicias de los ex
Presidentes, para los coches oficiales
de los altos cargos o para las plazas
asignadas «a dedo» para los familiares
del alcalde de turno. Qué pena de país y
qué pena que mientras otros hacen sus
deberes y buscan aumentar su
productividad económica creando empleo
cualificado, otros estemos todavía en
las nubes buscándole tres pies al gato,
sin que las cuentas salgan en nuestra
calculadora.