En
Francia acaba de suceder un curioso
fenómeno. Stéphane Hessel, de 93
años, un viejo miembro de la
resistencia francesa contra los
nazis que luego fue designado
embajador y participó en la
redacción de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos,
acaba de publicar un librito de 32
páginas titulado Indignez-vous! En
él invita a los jóvenes a indignarse
ante el estado actual del mundo y a
rebelarse pacíficamente contra una
civilización sometida al poder de
los mercados financieros en la que
aumentan cada vez más las
desigualdades mientras se cometen
terribles injusticias contra el
pueblo palestino y los inmigrantes,
entre otras cosas.
Hasta aquí, nada extraño ni
demasiado novedoso. Lo excepcional
del caso consiste en que un autor
casi desconocido, que publica este
opúsculo en una pequeña editorial,
haya vendido ya casi un millón de
ejemplares, vaya a traducirse a una
veintena de lenguas y figure entre
los libros más solicitados de
Francia. Acabo de leerlo. Se trata
de un libro honesto, que dice unas
cuantas verdades sobre el estado de
nuestro mundo y envía un mensaje
desde una vida que está a punto de
acabar, según sus propias palabras,
a los jóvenes que todavía pueden
transformar la realidad. Pero he de
confesar que el libro no me ha
parecido excepcional ni en su forma
literaria ni en su contenido. No hay
en él nada nuevo y ni siquiera
transmite una pasión extraordinaria;
su lenguaje es sobrio, su estructura
un tanto desordenada y sus
propuestas muy genéricas.
Precisamente en este carácter normal
y corriente del libro radica su
excepcionalidad. Lo significativo
del caso consiste en que, sin
necesidad de alzar la voz ni
utilizar recursos retóricos
enfáticos, Hessel logra convocar a
cientos de miles de lectores en poco
tiempo y hacerse oír fuera de
Francia.
Esta crisis que vivimos tiene muchos
efectos destructivos: quienes han
perdido su trabajo o su casa tienen
derecho a no ver en ella ninguna
señal de esperanza. Pero esa misma
negatividad está generando en mucha
gente una indignación que en
circunstancias normales no llega a
expresarse. ¿Por qué razón debemos
ceder el poder sobre nuestras vidas
a anónimos mercados financieros, por
definición improductivos, que tienen
la capacidad de decidir el destino
de aquello que hemos producido con
nuestro trabajo? Cuando comenzó la
crisis muchos pensamos que se
pondrían en cuestión los dogmas
neoliberales que orientaron la
política económica de los últimos
años. Pero sucedió exactamente lo
contrario.
El modesto Estado del bienestar que
habíamos conseguido en Europa se
está desmantelando paso a paso y los
mismos mercados que originaron la
crisis se erigen ahora en temibles
jueces ante los cuales deben
inclinarse los estados para
demostrar su inocencia y recuperar
su confianza. ¿Qué queda de aquellos
sueños democráticos en los cuales se
suponía que era el voto de los
ciudadanos el que debía decidir la
orientación de la política,
incluyendo la política económica?
Creo que ha aumentado
significativamente el número de
personas que se niega a considerar
que el capitalismo encarna una ley
inmutable de la naturaleza; que
considera irracional que el producto
del trabajo productivo vaya a parar
a las manos de especuladores con
capacidad de decidir su destino; que
gane más un patético personaje
televisivo que un médico de
urgencias; que menos de la cuarta
parte de la población mundial coma
tres veces al día, tenga agua
corriente, luz eléctrica, atención
médica y educación; y que la
distancia entre quienes hacen la
historia y quienes la padecen no
deje de crecer. Y todo ello en una
época en que, por primera vez en la
historia, existe un desarrollo
productivo que haría posible superar
estas desigualdades. Probablemente
quienes se plantean estas cuestiones
y conservan su capacidad de
indignación sean los compradores del
librito de Hessel.
Paradójicamente, el movimiento Tea
Party que se desarrolló en Estados
Unidos como respuesta a las tímidas
reformas de Obama puede proporcionar
un modelo interesante para canalizar
este estado de ánimo, a condición,
por supuesto, de invertir sus
contenidos. ¿Sería posible la
creación de un movimiento
internacional que convoque a quienes
comparten la indignación a la que
invita Hessel, aprovechando lo que
hay de aprovechable en esta confusa
globalización, como la posibilidad
instantánea de comunicación a través
de todo el mundo? Adivino una
objeción: es necesario proponer un
modelo alternativo antes de
indignarse por la situación actual.
Objeción que ha formulado así el
primer ministro francés a propósito
del libro de Hessel: “La indignación
por la indignación no es una manera
de pensar”. Se trata de un viejo
modo de neutralizar cualquier
crítica: antes de poner en cuestión
un estado de cosas es necesario
tener preparadas las respuestas a
todos los problemas que la
sustitución del estado actual traerá
consigo.
Pero la historia no funciona así:
los cambios históricos importantes
siempre han comenzado por una
creciente insatisfacción por la
situación presente que va dando
lugar a nuevas formas de vida,
incluyendo parciales retrocesos y
fracasos. Ya que de Francia
hablamos, si los protagonistas de la
Revolución Francesa hubieran
postergado la toma de la Bastilla
hasta tener preparado un exhaustivo
programa de la República naciente se
hubieran quizás evitado muchos
males, como la época del terror,
pero probablemente Francia seguiría
en el Ancien régime.
En resumen, creo que hay que
considerar el fenómeno Hessel más
como un síntoma que como una
propuesta: hay algo que va mal en la
dirección que está siguiendo la
política mundial, que se sigue
alejando de la voluntad de la gente
para responder a intereses ajenos a
sus necesidades. Y la indignación a
que nos invita el libro es un primer
paso, insuficiente pero necesario.
Ilustración de Mikel Casal