Hubo un tiempo en que el
salario no se traducía solamente en la paga que el
trabajador recibía a cambio de la jornada de trabajo
sino que tenía que ver con una distribución equitativa
del producto social.
El crecimiento sin
precedentes -los treinta años dorados- que siguió a la
Segunda Guerra Mundial se basó en esta sencilla
ecuación. Trabajo y Capital negociaban los términos y
condiciones salariales y no salariales. El Estado, por
su parte, con su papel en el gobierno de la economía,
redistribuía el producto social por diversas vías,
teniendo en cuenta las redes sociales consideradas
necesarias: formación, salud, pensiones, protección al
desempleo, acción inversora en infraestructuras,
etcétera. La clave -y lo que dio éxito a la fórmula- era
no perder de vista la cohesión social, así como impulsar
la economía productiva, real.
Este modelo, como se sabe,
empieza a tambalearse a partir de los años setenta del
siglo pasado. Desde entonces no ha hecho más que
degradarse hasta convertirse, finalmente, en el objetivo
a batir. El nuevo capitalismo financiero no está
interesado en la cohesión social y mucho menos en tener
que soportar el coste, en la parte que le toca, del
gasto social. Todo lo contrario: le parece ridículo que
el Estado pretenda intervenir en la economía y que tenga
una función redistribuidora. En su expansión por los
espacios desregulados del planeta, el capitalismo
financiero exige eliminar todos los obstáculos a la
obtención del beneficio, el cual se extrae no tanto de
la economía productiva como de la especulativa, que es
la dominante.
Así que el factor trabajo
ya no parece importar. De hecho es un concepto
subordinado. El salario sólo cuenta en la medida en que
se transforma en consumo, de manera que el trabajador es
tratado, en todo caso, como consumidor (si tiene
trabajo). El salario es sólo una de las fuentes que
alimenta el consumo.
Primero rompieron el
espinazo a las centrales sindicales de clase, relegando
a éstas al papel de meras gestoras de un tipo de trabajo
en vías de desaparición. Luego, en la fase que se ha
dado en llamar globalización, la obtención del beneficio
se desplazó a otros ámbitos donde reinaba y reina la
desprotección y los salarios bajos, erigidos en el
ejemplo a seguir. Vinieron a continuación la
diversificación del trabajo, los contratos basura, el
desempleo estructural, el contrato a tiempo parcial, la
flexiregulación, y, finalmente, la vinculación del
trabajador, como pieza del engranaje especulativo, a su
condición de deudor de créditos aparentemente ubérrimos
que poco después no pudo devolver.
Se nos dice que el
problema está en tejado de los trabajadores, que son
improductivos y que no se adaptan a las condiciones de
un mercado altamente competitivo que opera a gran
escala. Se juzga insuficiente cualquier reforma laboral
que no consista en reducir el contrato de trabajo y el
salario correspondiente a un mero contrato privado. Se
nos dice también que el problema es la "falta de
productividad por hora de trabajo" (y probablemente sea
cierto, teniendo en cuenta el contexto de referencia),
pero lo que en realidad se reclama y por lo que se
apuesta es que se "trabaje más y se cobre menos".
En el marco de un
capitalismo especulativo desconectado de su base social
(nacional, comunitaria, estatal) y al que le importa una
higa lo que ocurre en la esfera laboral, es decir, en la
vida de la gente, pero que es el que manda y ordena los
movimientos de los gobiernos, no cabe esperar que se
reproduzca por sí solo el modelo social heredado, hoy en
proceso de disolución.
Cabe si acaso, antes de
entrar en otras alternativas, que las debe haber, poner
límite a tales pretensiones, no ya sólo por parte de los
trabajadores con trabajo o sin él sino por todos los que
reciben el golpeo de la crisis, que son los que perciben
cómo se abre bajo sus pies la base de su subsistencia. A
mí me parece que el único mensaje que entiende este
mundo confuso de mercados es la protesta. Una protesta
que debería ser radical y que, por lo que respecta a
Europa, debería ser generalizada. Estas protestas ya han
empezado y de seguir las cosas así no creo que paren.
José
Asensi Sabater
Catedrático de Derecho Constitucional
Universidad Alicante
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