León es una tierra que ha
generado a lo largo de su historia maestros y pedagogos
de prestigio, como otras adquieren reputación por sus
toreros o pilotos de fórmula uno. Baste recordar a Don
Gumersindo Azcárate, impulsor de la Institución de Libre
Enseñanza, que encontró eco en las inquietudes de la
familia Sierra-Pambley, embarcada en promover una
educación laica entre las capas más pobres de la
sociedad leonesa.
A lo mejor de aquellos
empeños, y de una vocación por la enseñanza
protagonizada por muchas mujeres (hay que ver esas fotos
donde, a lomos de una mula, accedían entre collados
nevados a pueblos remotísimos), vienen ahora esos
resultados virtuosos que refleja el informe PISA, y que
colocan a nuestros alumnos muy por encima de los pupilos
de regiones donde, a lo que parece, se premia más la
efervescencia de la molicie que la higiene del esfuerzo.
Incluso los políticos, por
una vez, no se han limitado al autobombo y han
reconocido que el mérito corresponde esencialmente a los
maestros que, a pesar de los padres, los inspectores y
una sociedad garantista, logran desasnar a legiones de
críos alelados con la playstation.
Lo que no deja de ser
pasmoso, amén de necio, es que el modo de gratificar el
trabajo de estos profesionales sea bajarles su
retribución, al margen de que en su actividad demuestren
ser unos zoquetes o unos trabajadores ejemplares.
Se me dirá que esa medida
bárbara también se ha aplicado a otros colectivos, pero
semejante argumento (como si gasear a muchos judíos en
lugar de a media docena, justificase la maldad) no tiene
ni pies ni cabeza.
El pretexto de la crisis
es todavía peor, pues es precisamente en épocas así
cuando la educación debe salir reforzada. Que los
maestros paguen su dedicación con la merma de sus
salarios es un signo de los tiempos que corren y que los
cronistas del futuro verán con ojos de asombro.
En la práctica, un país
que trata así a sus maestros (y a otros funcionarios)
está abocado a la taxidermia, la parálisis y la
degradación. En otras palabras, al rigor mortis. Va a
ser que al final la escuela sobra y lo que vale es el
pícaro de siempre, convertido ahora en inversor sin
escrúpulos…o en prestigioso analfabeto en una cadena de
televisión.
Miguel Paz Cabanas
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