En el actual
desguace del Estado del bienestar le ha tocado el
turno a la educación pública, y en primer lugar
a la superior. En Italia la reforma Gelmini se
propone eliminar un gran número de profesores y
reducir considerablemente los fondos destinados a la
universidad y a la investigación. Ante las protestas
de estudiantes y profesores, Berlusconi ha
manifestado: “Los verdaderos estudiantes se sientan
en su casa y estudian, los que salen a las calles
son alborotadores”. El otro foco de protestas ha
sido Gran Bretaña, donde una propuesta semejante va
acompañada del anuncio de una subida brutal de las
tasas universitarias, que dejaría la educación
superior reducida a un privilegio para los hijos de
las clases elevadas.
El
asalto no se refiere solamente a las universidades.
En Estados Unidos –y es bueno fijarse en lo que
ocurre allí, porque es el anuncio de lo que nos
puede llegar pronto– la escuela publica está siendo
atacada por dos caminos distintos. En primer lugar,
por la necesidad de reducir el gasto. Michael
Bloomberg, el multimillonario alcalde de Nueva York,
ha puesto al frente de sus escuelas a Cathleen
Black, presidenta del grupo Hearst (que edita
publicaciones como Cosmopolitan o Marie Claire), una
ejecutiva sin ninguna preparación en el terreno de
la educación, que ya ha anunciado que su tarea se va
a centrar en reducir el gasto del sistema escolar
público, que es el que usan los pobres. Bob Herbert,
que sitúa estos hechos en el contexto de una
Norteamérica en que coinciden el mayor paro y los
mayores beneficios de las empresas financieras,
advierte: “La guerra de clases de la que nadie
quiere hablar sigue sin pausa”.
Hay una segunda línea
de ataque, en que participa activamente la Bill and
Melinda Gates Foundation, que combate la escuela
pública como ineficaz, sin tomar en cuenta la
pobreza de recursos con que funciona, y acusa de
ello a los sindicatos del profesorado, que se niegan
a aceptar el despido de los maestros menos
capacitados. Su alternativa son las charter schools,
que están “exentas de reglas locales o estatales que
inhiben una administración y gestión flexibles”.
Lo que estos
planteamientos suelen ocultar es que, detrás de
los argumentos de coste y eficacia, hay el propósito
de combatir una enseñanza independiente y crítica,
que se pretende reemplazar por otra que inculque
valores patrióticos y conformismo social. James
Loewen explica, en su libro Lies My Teacher Told Me,
que los profesores norteamericanos tienen que ir con
cuidado cuando hablan en clase de temas como, por
poner un ejemplo, la guerra de Vietnam. “He
entrevistado a profesores de Enseñanza Secundaria
que han sido despedidos, o han recibido amenazas de
despido, por actos menores de independencia como los
de proporcionar a los alumnos materiales que algunos
padres consideran discutibles”. Lo cual, sabiendo
que nadie va a acudir a defenderles, les empuja a
“la seguridad de la autocensura”.
Las bibliotecas son
otro escenario de esta lucha. No sólo las de las
escuelas –donde la Asociación de bibliotecarios de
Estados Unidos ha denunciado que basta con la queja
de un solo padre para eliminar un libro–, sino las
públicas en general. Kurt Vonnegut ha elogiado a
aquellos bibliotecarios que “han sabido resistir
enérgicamente a los energúmenos que han tratado de
eliminar ciertos libros de sus estantes y que han
destruido los registros de los lectores antes que
revelar a la policía del pensamiento los nombres de
las personas que los han consultado”.
En un sentido
semejante va la decisión del actual Gobierno
pospinochetista chileno de disminuir las horas de
Geografía, Historia y Ciencias Sociales en las
enseñanzas Primaria y Secundaria, que ha provocado
manifestaciones de protesta de profesores y
estudiantes. O el menosprecio por la presencia de
las Humanidades en la universidad, que ha llevado a
un crítico de Not for profit –el libro en que Martha
C. Nussbaum sostiene que la enseñanza que desarrolla
un pensamiento crítico es necesaria para la
supervivencia de la democracia– a realizar
afirmaciones como la de que “los académicos emplean
su tiempo y energía escribiendo monografías
ilegibles sobre temas sin interés alguno”.
La tendencia, tanto en
la escuela como en la universidad, apunta en la
dirección de limitarse a ofrecer una formación
que se dedique a preparar para el ingreso inmediato
en la empresa. Se trata de consolidar el tipo de
“currículum oculto” de que habla Henry A. Giroux por
el que “la clase dominante se asegura la hegemonía”,
transmitiendo “formas de conocimiento, cultura,
valores y aspiraciones que son enseñadas, sin que
nunca se hable de ellas o se expliciten
públicamente”.
Todo lo cual debería
llevarnos a reflexionar sobre las motivaciones que
hay detrás de estas políticas. La idea de que sólo
se puede combatir el déficit por el procedimiento
del recorte del gasto social, ha escrito hace pocos
días el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz,
“es un intento de debilitar las protecciones
sociales, reducir la progresividad del sistema de
impuestos y disminuir el papel y el tamaño del
Gobierno mientras se dejan determinados intereses
establecidos, como los del complejo
militar-industrial, tan poco afectados como sea
posible”.
La educación
pública es una parte esencial de nuestros derechos
sociales y una garantía del futuro de nuestras
libertades.
Josep
Fontana
Doctor
en Historia
Universidad de Barcelona
Ilustración de Jordi Duró