Hay una época en que
los responsables educativos no duermen, es cuando se
hacen públicas las evaluaciones PISA. Con escasas
excepciones, la mayoría de países acaban
decepcionados con los resultados, porque las
sociedades occidentales tienen un concepto
excesivamente optimista de sí mismas, y las
opiniones publicadas desatan una tormenta de
reproches contra los ministros del ramo, la
profesión docente o la televisión.
Pocos se cuestionan, en cambio, el propio informe
PISA. No por evaluar los sistemas educativos, ya que
la mayoría de los que estamos a pie de aula estamos
convencidos del papel positivo de la evaluación
periódica si ésta se plantea de manera constructiva.
PISA, acrónimo inglés de «Programa de Evaluación
Internacional del Alumnado", no es de la organiza
Unesco, como correspondería, sino de la OCDE, un
organismo que reúne los intereses empresariales
globales y que tiene como objetivo modelar las
sociedades occidentales a imagen y semejanza del
mundo de los negocios. Este «lobby» gigantesco
utiliza las evaluaciones comparativas como
herramienta de presión contra los gobiernos para que
estos adapten sus sistemas educativos a los
intereses empresariales, pues se contempla la
educación como un espacio que ofrece grandes
oportunidades en el mercado. A menudo unos malos
resultados empujan a los gobiernos a hacer reformas
en que se habla más de gestión que de pedagogía,
como es el caso de la catastrófica privatización de
la educación pública inglesa, o la Ley de Educación
de Cataluña donde los términos productividad y sus
sinónimos aparecen más de 120 veces, mientras que la
palabra cohesión, sólo 4.
Se realizan lecturas sesgadas del famoso informe.
Como prueba el diseño de los resultados (puntuación
media, 500) que maximiza unas diferencias cuando en
realidad son mínimas entre los estados.
No significa que los encargados de realizar los
exámenes no actúen con profesionalidad. O que los
estudios comparativos no ofrezcan pistas
significativas para analizar el sistema educativo.
Sin embargo, hay que ir con cuidado para evitar
conclusiones precipitadas. Los resultados de 2009
dejan bien a los alumnos de muchas comunidades
porque remontan resultados respecto a las pruebas
anteriores comparados con comunidades o países con
una misma estructura y similares tradiciones
educativas.
También destaca la conclusión de que la educación en
España es, conjuntamente con Finlandia, una sociedad
con escasas diferencias entre centros sean de la
titularidad que sean, lo que hace de la escuela
pública una insustituible herramienta de cohesión
social.
Si lo que nos interesa de las evaluaciones globales
es la tendencia, la detección y análisis de los
factores que propician o reducen el fracaso escolar,
hay otras herramientas más fiables y potentes. En un
documentado estudio del sociólogo José Saturnino
Martínez, fundamentado en la Encuesta de Población
activa, dibujaba una evolución del fracaso escolar
en España que pasó del 55% en 1977 al 10% en 2001, y
que volvió al 18 % en 2008. La caída del fracaso
desde los inicios del franquismo a principios de
este siglo es obvia. La construcción de escuelas
públicas, la escolarización generalizada, el
crecimiento del nivel cultural y la reducción de las
diferencias sociales son los principales factores
que permitieron llegar a un nivel óptimo.
La evolución negativa de esta última década
representa un indicador fiable de una involutiva
desestructuración social. En primer lugar, el
impacto de la nueva inmigración, llegada en tromba e
inesperadamente a un sistema educativo con
dificultades para absorberla. En sólo una década
hemos pasado de un 3% a un 18% de media de alumnado
recién llegado en la escuela pública. Y hablamos de
chicos y chicas adolescentes que a menudo tenían su
primera experiencia escolar aquí. En segundo lugar,
la política educativa de los últimos gobiernos de
las diferentes comunidades, sean del signo político
que sean, ha sido un problema. Con la obsesión por
mejorar resultados se menosprecia la experiencia de
unos docentes que, como indican los informes
internacionales, se encuentran entre los que gozan
de mayor formación y aptitudes pedagógicas. Los
centros han tenido más dificultades organizativas y
ha restado recursos de atención a la diversidad o a
las «segundas oportunidades» (como los bachilleratos
nocturnos o la educación de adultos) muy valiosos.
Sin embargo, la buena noticia del PISA es que se
percibe una tendencia de mejora de resultados de
nuestros alumnos. No olvidemos que la mejor
comparación es la que se establece con nosotros
mismos. Parece que la escuela pública, su tradición
autónoma, con capacidad de improvisar con los
imprevistos, de reflexionar sobre la práctica
educativa, experimentar con la realidad, está
asimilando el impacto de la nueva sociedad y de la
inmigración, factores que han podido distorsionar la
evolución positiva de los noventa. No es ningún
secreto para ningún docente, que los hermanos más
pequeños de las familias recién llegadas son los
que, por norma general, acaban con mejores
resultados que los grandes, básicamente por el
tiempo, la paciencia y la asimilación. La educación
progresa porque la maquinaria de la escuela pública
funciona autónomamente, en la fabricación de
oportunidades educativas y equidad. De hecho,
tiempo, tranquilidad y autonomía del docente son los
factores que pueden permitir enderezar la situación.
Claro, que esto no luce en política, ni da votos, ni
crea alarmas periodísticas, ni excita los
tertulianos. Y a menudo resulta tentador leer
sesgadamente las torres de PISA
Luis
Herrero