A la consulta del
psicólogo apenas le falta un matiz de oscuridad para
parecer aquel despacho de ese profesor universitario
al que implorábamos que nos perdonara las prácticas.
Por ahí pasan a diario familias enteras. Niños
rabiosos, niños nerviosos, niños melancólicos, niños
solitarios, adolescentes en plena pubertad,
mujercitas con cuerpo de niña, niñas con cuerpo de
mujer, padres en bambas o trajeados, y madres
superadas por la energía de un hijo incontrolable.
Niños todos, aquellos, que suelen soñar con
monstruos. Y el cazafantasmas esta vez no va de
uniforme, ni siquiera lleva bata, ni tiene un diván.
Diría más, parece una persona normal, de esas que te
enseñan de pronto una foto de sus hijos o de un
nieto que llevan en la cartera cuando gana
confianza. La calle huele a café con leche y
ensaimada mientras los niños se enfrentan a sus
fantasmas.
Los psicólogos han
tenido siempre su capilla de fieles y su batallón de
detractores. De una época a esta parte, resulta que
los nuevos confesores no llevan sotana, sino que
tienen un título universitario colgado en la pared y
un apretado horario de visitas. Es así porque ahora
se tolera mal la angustia. Es tan habitual verse
desbordado por las circunstancias, agotar los
recursos y las respuestas, que el psicólogo pasa a
ser ese desconocido al que el ser humano, en su
fragilidad, se desnuda y le cuenta los secretos de
la alcoba y del alma. Ofrecen palabras. Sobre todo
palabras. Una terapia que no necesita ajustes
neuroquímicos.
Nos habíamos
acostumbrado a ver a psicólogos y psicoanalistas en
la vida de los adultos. Y ahora ocurre que también
han entrado en la vida de los niños. Sabemos que
todas las familias felices se parecen y que las que
no lo son tanto, lo son cada una a su modo. Pero hay
algo en lo que unas y otras coinciden: la protección
a los hijos. El problema es que hemos infantilizado
demasiado la infancia haciendo creer a los niños que
la vida es un parque recreativo con ticket ilimitado
para todas las atracciones. Hemos hecho niños
vulnerables a los peligros, en el fondo a nuestros
miedos. Así que cada dificultad es un nuevo
batacazo. De esa sobreprotección llegaron estos
lodos. Desarmados moralmente, a los padres no les
queda otra que pedir auxilio.
Ni siquiera Woody
Allen debió de creer en aquello que decía en sus
películas: que los felices son idiotas. Según todos
los estudios, es durante la infancia cuando el
individuo llena sus depósitos de felicidad para el
futuro. Los niños de la consulta del psicólogo no
serán complemente felices hasta que logren librarse
de sus monstruos. Hunden su mirada en el suelo de la
sala de espera mientras aguardan que salga a
buscarlos su cazafantasmas particular. Uno corre con
un avión de Lego en la mano y simulando el ruido de
un motor. Lleva meses de terapia. Run, run, run.
"Soy el Capitán Superpoderes".Ya se siente capaz de
vencer a los malos.