Uno de los
aspectos que recuerdo con esmero de mi niñez es,
sin duda, el juego. Si miramos atrás, estoy
segura que a todos nos asaltan recuerdos de
nuestro tiempo libre cuando éramos pequeños y de
lo felices que éramos jugando en ese tiempo de
ocio del que los niños de hoy carecen. Toda la
vida del niño se ha convertido en una
vertiginosa carrera de fondo que se inicia desde
la más tierna infancia. Parece que la
competencia entre compañeros es un hecho desde
los primeros pasos. Les pedimos que demuestren
ser los mejores en todo lo que hacen. Que se
esfuercen por cumplir las tareas escolares, las
normas establecidas en el pequeño universo de la
escuela y además seguir, con la máxima
aplicación, las directrices pedagógicas del
currículo que les toca. A nadie se le oculta la
dificultad que tienen los niños, hoy, para jugar
en compañía e incluso solos. Tienen demasiadas
tareas pendientes.
Nos empeñamos en
ignorar la importancia que tiene en su vida el
compartir lúdicamente el tiempo que les queda al
salir del colegio. Pero precisamente es ahí
donde comienza el verdadero problema. No hay
tiempo para jugar porque estamos demasiado
empeñados en convertir a nuestros hijos en un
pequeño ejecutivo con agenda incorporada.
Inglés, música, danza, artes marciales, pintura,
gimnasia rítmica-¦ y un sin fin de opciones
adicionales que sobrecargan la ya dificultosa
tarea diaria. Después de las exigencias
escolares, que de cumplirse bien serían
suficientes, pretendemos que den la talla en las
actividades extraescolares en las que también
han de ser los mejores. No tiene sentido este
estrecho camino que hemos trazado para ellos si
lo que les dejamos, tras este tiempo de
sobrecarga, es precisamente horarios repletos de
nuevos contenidos que se añaden a los que deben
dominar en el día a día del colegio.
Las tareas
extraescolares son eso precisamente: extra.
Cuando los padres asistimos a las reuniones
programadas por los responsables de la formación
escolar de nuestros hijos, salimos convencidos
del esfuerzo que deben hacer diariamente si
quieren salir airosos del curso. Y sin embrago,
ya hemos programado un sin fin de actividades
que completan su agenda y mejoran la
disponibilidad de la nuestra. Asistir a alguna
actividad formativa fuera del ámbito escolar,
siempre es enriquecedor. Pero no debemos olvidar
que debe responder a unos sencillos criterios
que entran dentro de la más elemental lógica.
En primer lugar
debe ser querida por el niño. Que sea el mismo
quien demande la tarea que quiere realizar
porque de esa forma tendrá un valor añadido a
todo el cúmulo de informaciones o destrezas que
le aporte, el de la gratificación placentera de
hacer lo que quiere después de la obligada
asistencia a la escuela que no elige. Debe
también, tener un ritmo pautado no excesivo.
Debemos evitar combinar y encajar unas con otras
para ocupar el escaso tiempo que les queda de
forma completa. Y por último, evitar elegir
éstas en función de nuestras propias necesidades
horarias. Sustituir la falta de atención puntual
de la madre o el padre por actividades extra que
nos dejan convencidos y tranquilos de que van a
estar atendidos de la mejor forma, aprendiendo.
Tenemos una especie de obsesión compulsiva con
que el niño se socialice rápidamente, por eso
creemos que es mejor que desde sus primeros
pasos estén en la guardería como si la casa
fuese un lugar donde no aprendiesen lo
fundamental para la vida. Incluso hay madres
dedicadas a su hogar, sin el agobio de un
trabajo, que optan por esa socialización
primaria en la que se sienten reconfortadas
porque su hijo va a estar con otros niños, en
lugar de pensar que le queda toda la vida para
ello y una etapa muy corta para disfrutar del
juego y de las experiencias insustituibles con
los más cercanos, en familia. Es un privilegio
poder estar con los bebés y seguir su más tierna
infancia en casa. Es una riqueza inmensa poder
hacerlo así. Nada hay mejor que el contacto
continuado con la madre y la interacción con el
padre o los hermanos, cuando llegan. Estamos
tremendamente equivocados al pensar que la
escuela debe educar a nuestros hijos. Debería
inventarse otro término para referirnos a su
educación o bien, distinguir entre formación e
instrucción académica. La escuela enseña
acompañando de valores su acción didáctica. Pero
es la familia; son los padres quienes deben
establecer en el niño los pilares de la
conducta. Porque, entre otras alegaciones
posibles, sería absurdo dejar en manos ajenas
algo tan trascendente.
Lejos de ser una
descarga de nuestra responsabilidad estaríamos
ante un acto temerario de irresponsabilidad
irreparable, aunque fuese la institución escolar
la que recogiese el testigo. Nadie puede
sustituirnos en la delicada tarea de transmitir
nuestros valores, los ideales por los que
luchamos, la identidad con la que nos afirmamos
en el mundo que nos rodea, las sólidas
convicciones que nos transmitieron los nuestros
o esa especial forma de creer, o no creer, en
algo más que nos trasciende. Todo ello va a ser
el manual de uso continuado que tengan nuestros
hijos cuando sean ellos los que se enfrenten a
su mundo. La escuela completa la tarea, sin
duda. Y lo hace bien.
Se esfuerza en
aderezar la pura y dura instrucción, a la que
debe su razón de ser, con valores y principios
que encauzan actitudes y comportamientos propios
de los alumnos en el recinto escolar. Pretende,
además, que este aprendizaje y la puesta en
práctica de lo que así ejercitan, trascienda las
estrictas horas académicas y sea referente de
las conductas fuera del aula. Por eso es tan
interesante que los padres y los profesores
estén en contacto periódico sin abandonar el
empeño que a ambos los une. Entre otras cosas
porque cada uno cumple una función y nunca
pueden mezclarse y menos sustituirse. El
objetivo es el mismo, que el hijo o el alumno
aprendan y sepan comportarse; pero si algo está
claro es que a la escuela estamos ligados en un
periodo concreto, a los padres durante toda la
vida.
No debemos olvidar
que las actividades extraescolares deben llenar
un tiempo que debería estar destinado al ocio de
nuestros hijos y por tanto deben llevar
implícitas ese aspecto lúdico deseado y
disfrutado como tal por ellos. Obviemos la
carrera absurda de que nuestro niño sea el mejor
siempre, en todo y sobre todo. Porque de esa
forma olvidamos con frecuencia que ante todo
deben tener tiempo y ocasión de ser niños que
jueguen, rían o peleen como la mejor parte de la
experiencia que supone vivir.