El
trabajo es la variable más importante para explicar la
calidad de vida de la población adulta. Estudios
científicos de los centros de investigación de la salud
de EEUU (los famosos National Institutes of Health del
Gobierno federal de EEUU) han mostrado que la variable
más importante para explicar la longevidad (es decir,
los años que una persona vive) de los ciudadanos
estadounidenses es el tipo de trabajo que realizan. A
mayor calidad del trabajo (es decir, a mayor posibilidad
de mostrar en su puesto de trabajo la creatividad que
todo ser humano tiene, a mayor control de su ambiente
laboral y de sus condiciones de trabajo y a mayor
satisfacción con su trabajo), mayor es el número de años
que un ciudadano vive. En realidad, el trabajo configura
las 24 horas del día, y no sólo las ocho horas de
jornada laboral. Un carpintero, por ejemplo, tiene
sueños distintos a un médico. Y el punto más débil de
nuestras sociedades es que, para la mayoría de personas
que trabajan, el trabajo no es, en sí, un medio de goce,
creatividad y satisfacción, sino un mero instrumento
para conseguir los medios –dinero– para que aquel
individuo se sienta realizado en el mundo del consumo.
La sociedad del consumo convierte el mundo del trabajo
en mero instrumento para poder consumir.
Sin embargo, el trabajo es la variable más importante
para configurar la vida de una persona. Lo que la
persona tiene (el consumo) depende de lo que hace
(trabajo). De ahí que la gente normal y corriente, en la
gran sabiduría que le da su experiencia cotidiana,
cuando quiere saber de una persona, después de
preguntarle su nombre, suele preguntar: “Y usted, ¿de
qué trabaja?”. Y cuando le responde a esta pregunta ya
conoce mucho de la otra persona, incluyendo su nivel de
consumo, tipo de vivienda que tiene y el tipo de
vecindario donde vive, así como su estilo de vida, y un
largo etcétera.
Pero el trabajo (la existencia de un buen trabajo) no es
sólo un bien individual, sino también colectivo. Es
decir, a más personas trabajando (y con un buen
trabajo), mayor riqueza existe en un país. En realidad,
el hecho de que seamos en España menos ricos que la
mayoría de países de la
UE-15 se debe a que tenemos menos personas trabajando
que ellos. De ahí la enorme importancia de que las
autoridades públicas ayuden a las mujeres a integrarse
en el mercado de trabajo mediante el desarrollo de lo
que en su día llamé “el cuarto pilar del bienestar” (ver
mi artículo bajo este título en Público, 15-10-09), es
decir, escuelas de infancia y servicios domiciliarios.
Ahora bien, para tener un buen trabajo primero hay que
tener trabajo. Y este no abunda. Y ahí comienza el
problema. Si todas las personas que desean tener trabajo
(que son la mayoría de personas adultas) lo consiguieran
y hubiera pleno empleo, la demanda no sería sólo de
empleo, sino de buen empleo. Un buen empleo sería el
objetivo central de la mayoría de la población adulta.
Pero cuando hay un elevado desempleo, entonces las
demandas disminuyen y se pide trabajo y punto, sin
añadir “buen”, que es la situación en la que nos
encontramos ahora, con un elevadísimo paro.
Ahora bien, el desempleo se da cuando hay menos oferta
de trabajo que la que desea la población que busca
trabajo. Y ello puede deberse a varias razones. Una es
que la economía está estancada y no hay suficiente
demanda de productos y servicios, con lo cual las
empresas disminuyen su producción y despiden a sus
trabajadores. Es lo que está ocurriendo ahora. Pero,
además de ello, hay causas estructurales que vienen
existiendo desde hace muchos años. Una es el cambio
tecnológico, que permite a un trabajador hacer lo que
hacían antes veinte trabajadores. Otra es el
desplazamiento de empresas a otros países, a los que se
llevan puestos de trabajo. Y otra es la inmigración, que
aumenta el tamaño de la población que demanda trabajo.
Cada una de estas causas estructurales puede variar
según decisiones políticas.
Pero otra manera de reducir el desempleo, que no se está
explorando tanto como las anteriores, es aumentar la
oferta de trabajo disminuyendo el número de horas
trabajadas. Esto es precisamente lo que hizo la
Administración
Roosevelt con el New Deal, cuando el desempleo, durante
la Gran Recesión, aumentó considerablemente. Dictó una
ley en 1940 que estableció la semana laboral de cinco
días, cuando antes era de seis días. Este cambio fue
enormemente importante y, además de aumentar la calidad
de vida de la población trabajadora (y de sus familias),
aumentó enormemente la oferta de trabajo. De ahí que una
medida de gran eficacia para crear empleo sería
disminuir la semana laboral a cuatro días, cambio que,
naturalmente, debería hacerse lentamente y sin que
afecte negativamente a la producción de bienes y
servicios. Es probable que los beneficios empresariales
se redujeran al principio, lo cual explica la enorme
oposición del mundo empresarial a tal medida. En
realidad, su última demanda, propuesta por la Comisión
Europea, de sensibilidad neoliberal, era aumentar la
semana laboral de 48 a 65 horas.
Las rentas del trabajo, sin embargo, subirían, lo cual
es un dato positivo desde el punto de vista de la
eficiencia económica, pues parte del problema financiero
y económico se basa en la excesiva polarización de las
rentas, con una enorme exuberancia de los beneficios del
capital a costa de la reducción de los beneficios del
trabajo (ver mi artículo “Para entender la crisis. Así
empezó todo en Estados Unidos”, Le Monde Diplomatique,
junio de 2009). Y los datos están ahí para quien quiera
verlos. El enorme aumento de la productividad que se ha
dado durante el siglo XX en la mayoría de países de la
OCDE (el club de países más ricos del mundo) ha
beneficiado mucho más a las rentas del capital que a las
rentas del trabajo. De ahí la importancia de revertir
este hecho por razones de equidad, así como de
eficiencia económica.
Ilustración de
Alberto Aragón
Vicenç
Navarro
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu
Fabra
Director del Observatorio Social de España
Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University |