Habría que hacer ahora otra
huelga general contra los
sindicatos, en concreto contra
los mayoritarios, que son los
que mayormente han pasado del
sindicalismo a la autoayuda.
Sería una huelga de parados, de
subcontratados, de becarios, de
hipotecados anónimos y de
despedidos a tiempo parcial.
Una huelga general de hosteleros
chinos, de peluqueras de curso
de formación, de bolivianos que
van a meriendas con su traje
regional, de administrativos de
barrio, de gestorías de
entresuelo, de cartoneros sin
fronteras, concentrados todos
a las puertas de los bancos para
pedirles la dimisión a los
directivos como quien pide en el
metro una pequeña ayuda a sus
amigos. Ya dijo el sabio
extendiendo la mano que es muy
triste pedir, aunque sea una
beca
Una procesión a paso de oruga
con vendedores de mecheros de
plástico, rumanos
garcialbiolados en un
callejón oscuro de Badalona,
vendedores de bolígrafos de
punta fina y elegante, gitanas
de voz de latón con las manos
llenas de limones viejos,
pensionistas canguro, mujeres
pantera y hombres lobo. Una
serpiente multicolor de ladrones
de cobre, de maestros de
escuelas desconcertadas que
avanzan firmemente hacia los
límites de la realidad, de
repartidores de correo comercial
a los que nadie les ha abierto
ninguna puerta, de zapateros
remendones rápidos, de taxistas
que solo hablan sánscrito, de
camellos de bar de copas con
despacho en el lavabo, de
cocineras de comida
suficientemente preparada, de
seguratas del Mercadona y de
vendedores de cupones encerrados
en su cabina a lo José Luis
López Vázquez.
La
cadena evolutiva, Darwin lo
dijo, es un pasar de José María
a José Luis. Una huelga general
en la que en vez de gritar
"¡Zapatero dimisión!" se cante
"dame la manita, Pepe Luis".
Damnificados por los vertidos de
Intereconomía, difuntos
radiofónicos del día de Todos
Losantos, la asociación de
víctimas de Telemadrid (el PP
nunca perderá Madrid porque la
Esperanza es lo último que se
pierde) y el grupo Facebook
"gente que no puede ir a la
huelga porque no tiene ningún
sitio adonde ir". Una huelga
general, compañero, únete aunque
sea a UGT, donde los huelguistas
fueran llegando a la
concentración en autocares del
grupo Marsans. Y en la que se
anunciase al fin la gran verdad:
el doctor House no es otro que
Thor.
Una huelga general indefinida,
somos como la humilde adoba, en
protesta por la muerte de
Labordeta, y para que llegue de
una vez el día en que al
levantar la vista. Y en las
puertas de las fábricas una
pancarta que diga "¡a la
mierda!" sujetada de un lado por
su espectro y por el otro el de
Fernando Fernán-Gómez. Una
huelga de brazos caídos por Dios
y por la patria, que se
prolongará hasta que llegue el
día del juicio y vuelva Camarón
de entre los muertos montado en
su potro de rabia y miel.
La
otra noche, en las fiestas de la
Mercè, Duquende y Chicuelo
invocaron el espíritu de
Camarón, tocaron y cantaron
La leyenda del tiempo junto
a la mole nocturna de la
catedral. El mogollón levantaba
los brazos, daba pistones y
palmas, jaleaba y hervía en el
fuego lento de los tangos
tientos. (Qué estafa: Camarón,
que lleva tropecientos años
muerto, no resucita y
Jesucristo, con menos arte, solo
tardó tres días.) Una huelga de
género, ya que no puede ser de
número. La huelga salvaje de los
lateros con sus bolsas de
plástico como marujas con prisa
y de los vendedores de la manta
con los que los alcaldes del
litoral (la costa, no la fabada)
han querido jugar a The wire.
Una huelga de celo, o de
cualquier otro papel adhesivo,
para que los compañeros de la
construcción y obras públicas
tiren de una vez la Sagrada
Familia. Cualquier estación de
metro moderna, desde Fondo hasta
Bon Pastor, es mucho más
alucinante, sugerente, artística
y útil que el fuerte Comansi
póstumo de Gaudí. La Sagrada
Familia es a las catedrales lo
que Belén Esteban a Leonor de
Aquitania.
Una huelga general contra los
sindicatos que prefieren la
nación a la clase. Una huelga
indefinida fija-discontinua de
vendedores de döner kebab
con sus conos de carne que giran
como derviches boca abajo, y de
trabajadoras de peluquerías y
saunas con final feliz, que es
todo lo contrario de la solución
final. Una huelga en prácticas
por algo más de 800 euros al
mes. Jornadas de 9 a 12 horas
diarias de huelga general. Una
avalancha de huelgas a domicilio
con horario ilimitado y de
telehuelgas (que reducen los
costes de producción), de
huelgas a distancia, de
autohuelgas y hasta de huelgas
emprendedoras.
La
arboleda perdida de los
trabajadores. Los puños en alto
de una manifestación, como si el
personal fuese agarrado a la
barra del autobús; el bosque de
brazos levantados, coreografía
que en la categoría de la
expresión humana está ahora por
debajo del baile en línea de los
garitos de country. Los
manifiestos, que desde Breton ya
son todos surrealistas. ¿Cómo
van a caber dos siglos de todo
esto en 24 horas? Una huelga
general con el Gobierno de las
tres izquierdas escoltando el
brazo incorrupto de Samaranch.
Las leyes de los gitanos se
están perdiendo, cantaba
Camarón, y mientras tanto, el
Gobierno, ERE que ERE con la
reforma laboral. Una huelga
general por obra, que no parará
hasta que haya un día Labordeta
en que todos al levantar la
vista veamos una tierra que
ponga "libertad". Pero la
libertad es precisamente eso,
levantar la vista. Solo hay que
levantar la vista y lo demás ya
está ahí. La libertad es un mono
que se pone a andar de pie.
Cuando se anda hacia la libertad
se va de cabeza hacia el fin del
mundo como el lemming de
la tundra avanza ciegamente
hacia el acantilado (por lo
menos en la película de Disney;
aunque, puestos a ir de cráneo a
un acantilado, que sea el de
Vallcorba).
Nostalgia amarga de las huelgas
industriales en una economía de
servicios. Ahora las huelgas
solo les salen bien a las
derechas. La izquierda ha sido
deslocalizada rumbo al Tercer
Mundo, y en este mundo, que es
el de los vivos, la izquierda se
preocupa más de los derechos de
autor que de los conductores de
autobuses. Huelga general de las
palabras contra los derechos del
autor que las explota,
encerradas juntas codo con codo
en el diccionario igual que
obreros en el encierro de una
iglesia. Veinticuatro horas sin
dejarse escribir ni pronunciar
por los autores. De servicios
mínimos, el lenguaje del pueblo.