No sé si, como algunos
dicen, la huelga general de mañana será el suicidio de
los sindicatos. Más bien el suicidio habría sido dejar
pasar en silencio el giro estruendoso que Zapatero dio a
su política contra la crisis. Alguien tenía que decir de
forma clara que este no es el camino, que una salida de
la crisis al servicio del poder financiero, principal
responsable de la crisis, es un fracaso. Salvo que, como
teme el ex ministro de Asuntos Exteriores francés Hubert
Vedrine, demos por hecho que “los europeos no aspiran a
otra cosa que devenir una gran Suiza”. Alguien tenía que
alzar la voz en nombre de los que no queremos este
destino, ni queremos resignarnos a la idea de que
Zapatero está atado de pies y manos y no puede hacer
otra cosa que la que hace.
Lo sindicatos estorban. Desde que Thatcher los aplastó
en el Reino Unido, el tiro al sindicalista ha sido el
deporte favorito en los sectores más conservadores de la
sociedad. El argumento con que disimular las ganas de
allanarse el camino con la reducción de los derechos
sociales siempre es el mismo: los sindicatos son un
anacronismo. Solo defienden a los trabajadores
instalados, les tienen sin cuidado los parados y los
inmigrantes. Es más, con su defensa de la élite de la
clase trabajadora impiden el desarrollo del empleo
juvenil y la integración de la inmigración.
Como en todo argumento, hay en él algo de cierto. La
cultura sindical nació en un contexto muy distinto del
actual, en que la clase obrera podía verse como un todo
más o menos homogéneo y los trabajadores tenían muchos
intereses en común. Esta unidad en torno a la clase
obrera era su fuerza, su verdadera capacidad de
intimidación, en un capitalismo en que los empresarios
dependían mucho más de los trabajadores que ahora. Ahora
la idea de clase obrera se ha deshilachado, hay
infinitos grupos de trabajadores con intereses
sensiblemente distintos, que, a menudo, entran en
conflicto entre ellos. Los sindicatos han evolucionado,
pero no han encontrado el modo de representar un
espectro de intereses tan amplio, con lo cual su fuerza
sigue dependiendo en buena parte de lo que queda de la
gran industria tradicional. Es en las grandes empresas y
en la función pública donde encuentran su campo de
acción y de reclutamiento. Su campo tiende a
estrecharse. Por dos razones: porque hay mucha gente sin
trabajo o con trabajo precario que no encuentra en ellos
ninguna ayuda, ninguna defensa de sus necesidades, y
porque después de más de 20 años de hegemonía
conservadora, la cultura de lo individual, de la
negatividad de las relaciones societarias, ha calado y
se ha impuesto la ley del sálvese quien pueda. Los
sindicatos tendrán que ganarse su futuro en un terreno
que la crisis ha hecho todavía más hostil para ellos.
Pero las fantasías sobre la desaparición de los
sindicatos son peligrosas: cuando los mecanismos de
compensación desaparecen, hay vía libre para los
oportunismos más populistas.
En España, los sindicatos habían trenzado una sólida
relación con el Gobierno de Zapatero, a partir del
compromiso de este en políticas solemnizadas como de
izquierdas. El idilio se rompió, porque el presidente se
asustó y dio un giro vertiginoso a su estrategia. Otro
sector social de peso se sentía engañado por Zapatero.
Sin embargo, esta huelga no tiene el componente de
resentimiento y alta tensión con el que manda, que se
vivió en las huelgas contra González y contra Aznar.
Nadie quiere arriesgar en un momento en que la gente se
siente especialmente insegura. Los sindicatos, a pesar
de todo, prefieren a Zapatero, que hace lo que hace
porque se siente atrapado, antes que a Rajoy, que sería
mucho más radical en la reforma laboral y en la de las
pensiones, porque es lo que cree que hay que hacer.
En el pasado, tanto González como Aznar acabaron
cediendo y negociando lo que había sido causa de la
huelga. El Gobierno asegura que la reforma laboral no
tiene marcha atrás, a pesar de que sus propios
Presupuestos para 2011 anuncian su fracaso, al estimar
una tasa de paro para el año próximo del 19,3%. Pero el
presidente ya ofrece negociar las pensiones. Los
sindicatos necesitan algún premio que les redima de los
recelos de muchos trabajadores. Las anteriores huelgas
fueron el principio del fin de González y de Aznar.
¿Ocurrirá lo mismo en este caso? ¿O quizá el principio
del fin de Zapatero hace ya cierto tiempo que empezó?
Josep
Ramoneda |