En el colegio público de
la villa de Cangas de Onís, en Asturias, fue aprobado en
referéndum por una mayoría aplastante de padres -casi el
80%- que los niños a partir de este curso deberán
asistir a clase uniformados. Cada alumno deberá hacerse
con su camisita y su canesú, por más que al tratarse de
una institución pública, y española, quepa que cada cual
pueda ir vestido como le pete. Debo reconocer
humildemente que a estas alturas de la película no sé a
ciencia cierta si se trata de una decisión ingenua y
tradicional, o del penúltimo recurso para tratar de
frenar el deterioro de la enseñanza pública. En el siglo
XXI, unos padres creen, en la mejor de sus intenciones,
que quizá con la vuelta al mandilón de sus bisabuelos
podrán recuperar dos elementos sobre los que se
construyó la entusiasta escuela pública de los años
treinta del pasado siglo. La igualdad y el respeto.
¿Cuándo empezó el deterioro de la enseñanza pública en
España? Cada cual tendrá una opinión bien definida a
partir de sus experiencias personales, pero en lo único
que podríamos coincidir casi todos es en que el destrozo
no tiene nada que ver con la democracia. Bastaría decir
que la enseñanza pública de la transición, con su
entusiasmo y hasta su osadía, estaba a muchas millas de
la tradición purgante de los tiempos del cólera.
Digo más, antes de la muerte de Franco, muchas escuelas
públicas podían considerarse, gracias a la actitud de
los profesores -entonces nadie los llamaba “cuerpo
docente”-, auténticos centros de formación de futuros
ciudadanos.
Lo cierto es que hubo un momento en que empezó a joderse
la cosa, el declive. ¿Coincidió con el desdoro de todo
lo público, cuando el instinto de propiedad invadió la
sociedad española, y cosas que eran la evidencia en toda
Europa -los pisos de alquiler, por ejemplo- eran
consideradas una excentricidad para gente bohemia e
inestable? Cuanto más pobres, más se ansiaba un piso en
propiedad. Y entonces, bien sabe todo el mundo que no se
trataba de una inversión, sino de una esclavitud. ¿La
implantación de la Logse marcó el principio de la
pendiente anunciada? Yo siempre soñé con leer que Álvaro
Marchesi, el presunto pedagogo que capitaneó aquella
fastuosa invención, a la que en su opinión sólo le faltó
financiación para triunfar -argumento políticamente
peregrino-, se hubiera hecho trapense o, en un rasgo de
responsabilidad y lucidez, se hubiera suicidado. Quiá.
Sigue en lo mismo, pero por Latinoamérica, e incluso ha
aprendido a bailar salsa, como lo oyen, porque asegura
que facilita las relaciones sociales con las repúblicas
hermanas.
Lo cierto es que los ochenta vivieron una variante de
aquella dialéctica de la Ilustración, en versión
pedagógica, que ya el moderado Adorno había analizado
como deriva a la barbarie. Y en ella estamos metidos.
Empieza a ocurrir con la enseñanza pública algo similar
al combate contra el narcotráfico, y lo digo consciente
de la envergadura de la metáfora. Todos sabemos que va
de mal en peor, que la educación en los institutos se ha
convertido en una pelea entre la dignidad y la
impunidad, que las asociaciones de padres son un
comedero utilizado como trampolín para la política -y
que me disculpe el progenitor honrado y desconocido-,
que los sindicatos del gremio viven de las permanencias
y el conchabeo, pero ¿quién lo dice en público y por
derecho? ¿Acaso hay algo más patético que la discusión
sobre una hora más de castellano, o de catalán, o de
inglés? Cualquier profesor veterano podría ilustrar a la
clase política, no digamos ya a los avezados
columnistas, que da absolutamente igual sumar horas o
restarlas, porque las clases transcurren en un esfuerzo
titánico por que no se vaya al traste la situación y
poder llegar al final del tiempo, como en un round, y
que la campana o el timbre permitan al boxeador profesor
quitarse la esponja de la boca; una pausa para seguir el
combate.
¡Pero qué carajo van a explicar los profesores de la
pública a una clase política que ha inscrito a sus hijos
en la privada! Tendría un valor especial que ante las
próximas elecciones al Parlament alguien pudiera apuntar
en su menesteroso currículo ciudadano: “Sus hijos
estudian en un colegio público”. Sería un crac
electoral.
Aquí no sólo mandan a sus hijos a colegios privados o
concertados, que sortean como les da la gana las leyes
lingüísticas que ellos mismos promueven, sino que además
los subvencionan. No sólo más que Francia o Alemania,
sino incluso que Italia.
¿Y qué me dicen de si se debe permitir que las niñas
musulmanas vayan con velo a clase? Vamos, el surrealismo
hispano-catalán en su grado superlativo. Daliniano. Hay
que tener una desfachatez de grado nueve para vetar a
una muchacha que entre a clase con velo y hacer la vista
gorda a su compañera que exhibe el tanga y a su hermano
con el slip de Calvin Klein. Como ateo, me parece una
humillación. Yo pertenezco a una generación que sólo
hizo una cosa de cierto valor, rebelarse a tiempo. ¿Cómo
voy a admitir que un zote reivindique su derecho a la
indolencia? Y que además logre imponerlo porque sus
padres están convencidos de ser intocables, cargados de
derechos, y sus hijos más.
El curso escolar ha empezado y aseguran que los niños,
salvo escasas excepciones, disponen de un portátil. Como
soy antiguo debo entender que se refieren a un
ordenador. ¿Quién paga este ordenador? ¿Son todos
iguales? ¿Y de qué marca?, si no es molestia preguntar.
Es el negocio del siglo, ríase usted de la que en mi
época se denominaba industria textil (de texto). El
portátil, como su mismo nombre indica, ¿se lo pueden
llevar a casa, o deben dejarlo en la escuela? Y una
pregunta estúpida: ¿es primordial para la educación de
un niño tener un ordenador en la escuela? ¿De verdad
están ustedes seguros de que desterrar los libros y los
cuadernos, y poner ordenadores a los chavales, es un
progreso educacional? En Gran Bretaña se gastaron un
dineral el día que descubrieron que los niños no sabían
multiplicar sin la calculadora. Cierto que cualquier
adolescente avispado te respondería que para qué
necesita multiplicar, si sabe cómo hacer dinero; siempre
tendrá a su alcance a un inmigrante que multiplique por
él. (En el sur de India, en Karnataka, los adolescentes
reciben “alfabetización financiera”, para que aprendan a
diferenciar sus necesidades de sus deseos).
Los pedantes decimos que estamos ante un cambio de
paradigma. La base de la escuela tradicional carece de
sentido porque estaba basada en tres pilares, hoy al
parecer obsoletos: escritura, lectura y cuentas. Si no
saben escribir, ni leer, y suman con el móvil, ¿cuáles
son los pilares sobre los que basamos la educación? Por
supuesto que esto es un problema limitado a los pobres,
o a los que creen en la enseñanza pública. En la privada
estos asuntos están de más. No hay disciplina ni rigor
que no los establezca el que paga. Y así, pasito a
pasito, llegamos a la paradoja más curiosa de la
enseñanza en España. En la enseñanza privada los padres
tienen conciencia de que son clientes de un
establecimiento que ellos sufragan (y nosotros), y que
el servicio a sus hijos ha de ser eficaz, exitoso. En la
enseñanza pública los alumnos se han constituido en
clientes, y ellos ponen las normas; sus padres
consideran lo público como aquello en lo que tienen más
derechos que el profesor, porque le pagan para que
aguante a sus retoños.
El curso pasado, en el colegio público Gloria Fuertes de
Alicante, a un profesor harto del comportamiento de una
niña de primaria se le ocurrió que escribiera cien veces
la frase “debo hacer lo que me mandan”. La sanción es de
una simplicidad digna de otra época, cuando los
profesores sencillamente mandaban, que para eso
constituían la autoridad en clase. Lo curioso fue que el
padre de la alumna puso una denuncia al profesor, por
“maltrato y vejaciones”. Le pidió mil euros de condena.
Lo más doloroso de la derrota de la enseñanza pública es
que la han liquidado los mismos que más la hubieran
necesitado.
Gregorio
Morán.
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