La cultura de la calidad está instalada en todos los
terrenos imaginables relacionados con la sociedad del
consumo. Las universidades no han podido escapar a esta
especie de fiebre de la calidad, que suele medirse de
acuerdo con complejas estadísticas, pese a que, como ya
decía Mark Twain, hay tres clases de mentiras: La
mentira, la maldita mentira y las estadísticas. Los
indicadores de la calidad universitaria priman aspectos
como el número de académicos galardonados con premios
internacionales, el nivel de la investigación, la
capacidad de los titulados para encontrar empleo, la
proyección internacional o la ratio entre estudiantes y
profesores.
De acuerdo con los estudios internaciones sobre la
calidad, desde hace décadas las universidades
estadounidenses lideran de forma aplastante todos los
ránkings, y son muy escasas las universidades europeas
–principalmente británicas– que pertenecen a este
selecto club. Estos estudios normalmente no tienen en
cuenta el papel que las universidades desempeñan en el
marco del Estado social.
El precio de la matrícula en las universidades
estadounidenses, y especialmente en las más
prestigiosas, es tan elevado que los alumnos con escaso
poder económico no pueden acceder a sus aulas, salvo que
sean deportistas de élite, obtengan un préstamo o tengan
un expediente académico impecable –lo cual permite
elevar el nivel académico de los titulados–. Asimismo,
las universidades estadounidenses disfrutan de un
elevado nivel de autonomía económica que les permite,
gracias a los enormes ingresos que reciben, fichar a los
académicos e investigadores más reputados en condiciones
que no pueden ofrecer las universidades europeas. De
forma opuesta, el modelo europeo concibe a la
universidad como un servicio público que, entre otros
factores, contribuye a erradicar las desigualdades
sociales; por lo que, con independencia de su situación
económica, y gracias a las subvenciones públicas,
prácticamente cualquier alumno que acredite un nivel
mínimo de conocimientos puede obtener un título
universitario aunque a priori de menor calidad que los
estadounidenses.
Así las cosas, sería de necios discutir la excelencia o
la calidad científica de las universidades
estadounidenses, o negar que desde hace varias décadas
cuentan con los mejores claustros académicos, pero desde
la perspectiva del Estado social, su liderazgo es muy
discutible.
Óscar
Celador Angón.
Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado y de
Libertades Públicas.
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