Hundido en un pozo de
aceptación, el presidente Zapatero parece decidido a
sacrificar los derechos de los trabajadores en el
sacrosanto altar de la libertad de mercado y otras
entelequias del capitalismo más abrupto, algo que a
simple vista parece una traición mayúscula al ideario
socialista. Echando mano de lo que algunos califican
como marrullerías de viejo comediante, don José Luis se
ampara en el implacable escrutinio de los datos públicos
para explicarnos, por así decirlo, que al carecer de
árboles, ya casi podemos ver el bosque. En otras
palabras, que el bienestar común y otras regalías que
considerábamos propias se nos han ido por el sumidero de
la crisis.
Lógicamente, la oposición
se frota las manos y el mismo Aznar se encarga de
recordarnos que durante su gestión comíamos caviar y hoy
apenas masticamos piedras, aparte de considerar al
presidente del Gobierno como una suerte de advenedizo en
las cosas de mandar que tiene menos futuro, vamos a
decirlo así, que el fogonero del «Titanic».
Puesto que España es un
país de antigua mala leche, no cabe otra cosa que buscar
responsables de este caos en marcha que al día de hoy es
nuestro país. Y en el centro de la diana se ha colocado
al cuestionado colectivo de funcionarios, que por cierto
es el peor pagado de Europa, si exceptuamos a la vecina
Portugal. Un grupo laboral que, pese a ciertos clichés y
tópicos, supone la columna vertebral del Estado. Ahí
tienen el caso de mi amiga Mercedes, con una antigüedad
de casi treinta años en la Administración Pública y
titulada «Técnico Superior», a la que así por las bravas
han recortado nada menos que el 5% de su ya menguada
nómina. Una alegría de sueldo, vamos. Lo que prueba sin
lugar a dudas que, pese a todas las excusas y
justificaciones, la clase media es la gran perjudicada
por esta plaga bíblica-económica que nos ha caído
encima.
Javier Tomé |