Este debía de ser el año
de la gran transformación en la educación española y el
de la revolución en la investigación nacional. Coinciden
en el tiempo dos palancas poderosas para conseguirlo: la
reforma de Bolonia, en pleno vigor a partir del curso
universitario que arranca el próximo septiembre, y la
nueva ley de la Ciencia, llamada a iluminar otro modelo
económico y que también atañe directamente a las
enseñanzas superiores. Si existe un motor de innovación
importante ese es la universidad. A medida que avanzan
los meses, gran parte de la comunidad educativa y
científica ha pasado en ambos casos de la ilusión al
desencanto. Podemos estar ante el enésimo cambio para
que nada cambie, para que los males endémicos del
sistema se perpetúen.
Tales de Mileto sentenció que «la felicidad del cuerpo
se funda en la salud y la del entendimiento, en el
saber». La catedral del saber es la universidad. En
España, lejos de hacer que sedimente prestigio en torno
a ella, lejos de propiciar una atmósfera que aumente su
calidad y fomente una investigación que llene el país de
nuevos empleos y patentes, caminamos en la dirección
opuesta. Hay unanimidad sobre la necesidad de un cambio
radical en la educación. Tanto, que todo gobierno aspira
cada legislatura a sacar adelante su propia reforma. Por
no afrontar lo sustancial, ninguno da con la fórmula.
La última gran ocasión se presenta con el llamado
proceso de Bolonia. En esta ciudad italiana, 47 países
decidieron en 1999 homologar sus carreras superiores
para posibilitar una movilidad sin trabas académicas en
el ámbito de la Unión Europea. De la moneda única a la
enseñanza unificada, por sintetizarlo. Se acaban los
licenciados. Hay graduados (cuatro años de estudios),
másteres (dos años más) y doctores (con tesis). La
transmisión del conocimiento se personaliza, se liquida
el sistema único de clases presenciales. Los alumnos
deben estudiar más en casa y en la biblioteca, por su
cuenta aunque tutelados, y realizar muchas prácticas.
España va a ser la última, este curso venidero, en
aplicar las novedades. Conocemos ya la experiencia de
otros países y no está resultando precisamente
halagüeña. Hasta la comisaria de Educación de la UE
admite fallos. El grado no propicia la inserción laboral
por una formación insuficiente.
Muchos profesores que acogieron al principio la
equiparación de titulaciones como una oportunidad
modernizadora la contemplan ahora con escepticismo.
Critican que no hay en la adaptación ni método, ni
concepto, ni objetivos claros. Abundan las generalidades
bienintencionadas, los adjetivos rimbombantes, las ideas
utópicas, bellas sobre un papel pero de improbable
cumplimiento. No hay –menos en crisis– ni medios ni
dinero para hacerlo.
Así que el resultado final ha reincidido en el más
pernicioso de los males de la educación española, la
igualación por abajo: carreras condensadas que se
degradan, materias de un curso impartidas en un
trimestre y profesores que más que divulgar
conocimientos deben enseñar aptitudes, algo propio de
niveles de la pirámide educativa inferiores al aula
magna. Con razón algunos docentes se quejan de que
pasarán a ser meros cuidadores y burócratas. Parte de su
tarea consistirá en rellenar papeles. El sistema
educativo está viciado. Con tal de huir de cualquier
atisbo de desigualdad recorta las alas a los más capaces
y sobrevalora los méritos de los más ramplones.
Con Bolonia o sin Bolonia, el déficit de incentivos al
trabajo bien hecho persiste. La buena educación, la de
mayor rendimiento, tiene que ser, como es inherente al
término, competitiva y elitista, conceptos que casan
poco con los desvaídos valores dominantes. Prima el café
para todos, el dispersar equitativamente recursos. La
mediocridad compartida antes que colocar a unos pocos
entre los mejores. Con Bolonia o sin Bolonia, las
facultades no pueden convertirse en cotos cerrados y en
universos de la endogamia. Desde el aula, como
estudiantes, a la cátedra, hay profesores que realizan
toda su carrera sin salir del mismo centro, algo
impensable en cualquier otro país con una enseñanza de
vanguardia. En algunos hasta es obligatorio cambiar de
universidad para progresar en la vida académica o
investigadora.
Con la investigación, de la que la institución
universitaria es pilar esencial, ocurre lo mismo. En
buena medida, sólo el voluntarismo la sustenta. La nueva
ley de Ciencia, otra esperanza que acabó en disgusto, no
articula métodos adecuados para premiar a los grupos más
productivos. Se investiga mucho pero el resultado no da
frutos trascendentes para la sociedad, con lo que un
montón de recursos resultan dilapidados. Y ya decía
Marañón que hay que apreciar la grandeza de la ciencia
por su utilidad.
En la deslumbrante Florencia renacentista todos los
niños aspiraban a entrar en los talleres de los
artistas. Aunque las condiciones de aprendizaje eran
durísimas, la sed de saber las superaba. Como sostiene
el escritor Rafael Argullol, los héroes a imitar del
Quattrocento eran los maestros pintores y escultores.
Los de hoy se hallan en los estadios. En la lista en la
que España sale mejor librada, sólo dos de sus
universidades figuran entre las 200 primeras del mundo y
ninguna entre las 100 mejores. Entre los 100 equipos de
fútbol más distinguidos de todos los tiempos hay 11
españoles. Si la sociedad exigiera a los rectores lo
mismo que los hinchas al presidente del club de sus
amores otro gallo nos cantaría. Lo curioso es que en uno
y otro caso básicamente se trata de hacer lo mismo:
atraer talentos de aquí y de afuera, fomentar la
competitividad, superarse, contratar al que sobresale y
prescindir del que se acomode.
Puede que el fútbol ofrezca algunos –efímeros– días
memorables, pero no existe inversión más rentable que la
que se hace en educación. Nunca llegaremos a campeones
en la universidad y en la investigación con el cambio
por el cambio. Mientras, como en la Liga, para progresar
no se valoren rendimiento y resultados seguiremos en el
infierno de Segunda.
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