El Gobierno acaba de aprobar un decreto ley que
certifica la defunción de las Cajas de Ahorros. Se
inicia un proceso similar al de Italia. El desenlace no
puede ser diferente. En este último país las cajas ya
han desaparecido. El contenido del decreto ley no ha
supuesto ninguna sorpresa. Dado que el Gobierno se ha
adentrado por el camino de una política netamente de
derechas, no cabía esperar nada distinto. Era previsible
que se inclinase hacia las privatizaciones. En sentido
estricto, sin embargo, no se puede hablar de
privatizaciones, puesto que jamás han estado
nacionalizadas, nunca han sido públicas.
Una de las actuaciones más decepcionantes del PSOE
cuando llegó por primera vez al gobierno en el año 82,
fue el tratamiento dado a las Cajas de Ahorros,
renunciando a crear con ellas una banca pública potente
y dejándolas, por el contrario, en manos de Comunidades
Autónomas, corporaciones locales, sindicatos e
impositores, con lo que las hizo presas fáciles del
caciquismo local y las privó de los mecanismos de
control de las entidades públicas. Esa ambigüedad en su
naturaleza y esa inconsistencia en su funcionamiento las
ha hecho enormemente vulnerables a la crisis actual.
Conviene recordar, no obstante, que las cajas soportaron
la crisis bancaria de los ochenta mucho mejor que los
bancos y que fueron éstos los que precisaron ser
salvados por el Estado y absorbieron cerca de dos
billones de pesetas de las de entonces de recursos
públicos.
No es lícito, por tanto, sacar conclusiones interesadas
acerca de que su carácter público las ha conducido a las
dificultades que bastantes de ellas padecen en la
actualidad. La causa hay que buscarla más bien en su
dispersión y en el control que sobre ellas se ha
concedido a las Autonomías. Por otra parte, está por ver
lo que ocurre con los bancos, en gran medida también
enfermos, aunque muchos de ellos están logrando sortear
la crisis a base de mantener en el balance créditos no
demasiado solventes y de hacer recaer el coste sobre los
clientes por la vía de restringir el crédito y elevar su
precio.
Es posible que en el sistema económico actual la figura
de las cajas -situadas en tierra de nadie- se encuentre
obsoleta; es posible también que bastantes de ellas
precisen de capitalización, pero la inyección de capital
puede ser tanto pública como privada. De hecho, la
financiación ya está siendo pública, a través del FROB.
Lo inaceptable es que el sector privado se apropie de lo
rentable, mientras que el sector público termina
asumiendo como siempre las pérdidas.
La capitalización de las Cajas de Ahorros se puede
realizar perfectamente desde el Estado creando una
consistente banca pública. Aunque esto parezca hoy
una herejía, lo cierto es que si algo ha demostrado esta
crisis es el papel relevante que el sistema financiero
juega en cualquier país y cómo toda la economía está
dependiendo de él. Quiérase o no, se ha convertido en el
servicio público más importante. Esta crisis ha
puesto de manifiesto el peligro que representa dejar una
parte tan esencial de la economía en manos privadas.
Y ha demostrado algo más, que a la hora de la verdad es
el Estado el que tiene que sufragar la orgía financiera.
La solución “a la carta” por la que se ha optado es la
peor de las posibles y constituye un peaje de los
nacionalismos. Desde el Gobierno, con tono didáctico, se
explica que cada caja podrá optar por la solución que
mejor le cuadre. Sin embargo, saben que es falso y que
la decisión la tomarán las Comunidades Autónomas según
sus posibilidades y de acuerdo con el margen de maniobra
que les permita el Banco de España. En un proceso más o
menos largo, la mayoría de las cajas se transformarán en
bancos. Sólo las grandes podrán subsistir y,
especialmente, si están en una comunidad con mayoría
nacionalista, que no renunciará a tener su propia banca
pública en forma de caja. Una vez más, se producirá la
disparidad y el desequilibrio regional.
Juan
Francisco Martín Seco
Economista |