‘¡Ay de mí!’, mascullaba
el Fausto de Goethe. ‘Con laborioso ardor he estudiado
la filosofía, la jurisprudencia, la medicina y también
la teología, e, ¡insensato de mí!, al presente soy tan
ignorante como si nada hubiese aprendido’.
No hay pruebas fehacientes de que la presidenta de la
Comunidad de Madrid haya vendido su alma al diablo en
busca de sabiduría, como en el célebre drama del
escritor alemán, pero lo que está fuera de toda duda -al
contrario que le sucede al protagonista del Fausto- es
su asombrosa capacidad para despreciar las fuentes del
conocimiento.
Aguirre, que con buen criterio siempre ha defendido la
supremacía del individuo frente al poder absoluto del
Estado, parece haber cambiado de bando. Y ahora sostiene
que un contrato libremente firmado y publicado en el
Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid hace apenas
nueve meses (en medio de la recesión) entre los
trabajadores del metro de Madrid y la dirección de la
empresa -en este caso la Comunidad de Madrid- es papel
mojado. Sostiene y defiende que un convenio colectivo
-pese a tener fuerza de ley al estar amparado por el
Estatuto de los Trabajadores- se puede romper de forma
unilateral.
Aguirre, que defiende la prevalencia de los contratos
mercantiles frente a los laborales en el derecho del
trabajo, ha emprendido con ese objetivo una cruzada
destinada a combatir todo lo que huela a trabajo con
contrato indefinido por el hecho de que hay 4,6 millones
de trabajadores sin empleo. Y por eso, habla con cierto
desdén de quien tiene un empleo fijo, aunque realmente
esta sea una figura retórica en un país que ha despedido
en los dos últimos años a más de dos millones de
trabajadores. Y habla en esos términos como si el tener
una relación laboral de carácter estable fuera una
sinecura insoportable. Un privilegio incoherente con el
tiempo que no ha tocado vivir. Incluso ha llegado a
afear la conducta de los empleados del suburbano
madrileño por el mal gusto de cobrar 30.000 euros brutos
al mes. Como se ve una fortuna impropia de un trabajador
que resida en la Comunidad de Madrid, exactamente la
misma que se vende en el extranjero como la más dinámica
y moderna de la piel de toro, pero con salarios del
Tercer Mundo.
Aguirre no es, desde luego, la única dirigente que
dispara contra todo lo que huela a ‘privilegio’. Es
decir, contra un salario digno y un empleo estable. El
propio Gobierno socialista ha justificado el recorte
salarial en la función pública amparándose en el hecho
de que los trabajadores al servicio del Estado tienen un
empleo fijo. En pleno revisionismo histórico, estamos
ante una cierta reivindicación de la lucha de clases de
Marx, pero ahora no son proletarios contra burgueses los
que pugnan por un lugar en la historia, sino empleados
fijos contra parados, como si los primeros fueran
responsables del mal que aflige a casi cinco millones de
desempleados.
Como es sabido, Zapatero, al igual que ha hecho Aguirre,
ha roto unilateralmente un acuerdo suscrito hace apenas
nueve meses, cuando la recesión peinaba canas. Pero con
una diferencia importante que de forma taimada se
intenta ocultar desde la Comunidad de Madrid. Mientras
que en el Acuerdo con los empleados públicos la última
palabra la tienen siempre las Cortes Generales (ya que
son ellas quienes aprueban los Presupuestos Generales
del Estado), en el caso del convenio colectivo del metro
-u otras empresas públicas- son los representantes de
los trabajadores y la dirección de cada una de las
empresas quienes deciden libremente sus relaciones
laborales. Y si una de las partes lo incumple, es
simplemente ilegal. Exactamente igual que sucede cuando
un comité de empresa decide saltarse a la torera los
servicios mínimos, aunque sean abusivos, como es el
caso.
Más allá del conflicto laboral -y político- que subyace
en la huelga del metro de Madrid, lo que es
estratégicamente relevante es observar cómo a medida que
avanza la crisis económica crece la idea de que la mejor
manera de combatir las penas es deteriorar las
relaciones laborales y dar un salto en el vacío hacia
atrás en el túnel del tiempo. Como si los países con
menor seguridad jurídica o relaciones laborales más
degradadas, fueran el espejo en que mirarse, y ahí están
el ejemplo de Venezuela o China, como se sabe verdaderos
paraísos en la tierra en cuanto a libertad y derechos
sociales. Hay, incluso, quien ha establecido una
ecuación casi perfecta entre degradación de las
relaciones laborales y progreso económico, lo cual es un
auténtico dislate. No estará de más, por ello, recordar
algunas cifras que ayer publicó la Agencia Tributaria, y
que vienen a decir que 7.058.153 declarantes del IRPF
tuvieron en 2008 unos ingresos totales -incluyendo todas
las fuentes de renta- inferiores a 12.000 euros anuales.
O lo que es lo mismo, el 36% de los contribuyentes en
menos que mileurista.
Tal vez por eso, se confunda con cierta asiduidad
flexibilidad de las relaciones laborales -algo más que
una necesidad para una economía como la española que
necesita ganar competividad a toda costa- con impulsar
lo que un viejo sindicalista, el ingeniero Apolinar
Rodríguez, llamó en los 90 con acierto ‘vía coreana al
socialismo’. Es decir, competir vía salarios y
desregulación laboral y no mediante el impulso de la
sociedad del conocimiento, que en última instancia es la
que genera mayor valor añadido. Y en este sentido no
estará de más que alguien remitiera a Zapatero y Aguirre
-el orden es irrelevante- un reciente informe elaborado
por el Banco de España en el que se calculan los
beneficios que tiene para la economía de un país la
estabilidad en el empleo.
“Los hogares cuyos miembros tienen un contrato
indefinido y, por tanto, están menos expuestos al riesgo
de perder su empleo -dice el estudio- mantienen en media
un 30% menos de activos financieros (es decir, acumulan
menos ahorro) que los hogares con contrato temporal, más
expuestos a dicha pérdida. También se observa que los
hogares más expuestos al riesgo de pérdida de empleo
posponen su consumo con respecto al grupo de hogares con
una situación laboral más estable”. Es decir, que la
precariedad laboral no sale gratis en términos
macroeconómicos. Y mucho menos en términos de justicia
social. ¿Les suena este concepto?
Carlos
Sánchez
Subdirector de El
Confidencial |