En medio de la crisis del
capitalismo, las perspectivas de futuro son
contradictorias. Para las burguesías y los empresarios
se trata de un momento amargo. Practicar la lujuria, la
gula, la avaricia, la envidia o la soberbia está mal
visto en momentos de recesión. Las plutocracias se ven
obligadas a ocultar su obscena forma de vida con el fin
de no ser atacadas. Los dueños de grandes fortunas, se
sienten víctimas. Ellos, dirán, no son culpables del
actual desaguisado. La responsabilidad es de los
gobiernos, los que, independientemente de su color
político, se mostraron incapaces de actuar a tiempo,
dejando crecer la burbuja especulativa y financiera.
Por consiguiente, ahora
les toca hacer frente a su desidia. En otras palabras,
gobernar con mano de hierro. La tarea: salvar al
capitalismo de su colapso. En esta dinámica, se perfilan
las medidas de austeridad. Todas cortadas por el mismo
patrón. Rebajan los salarios, congelan las pensiones,
abaratan el despido, suben el IVA y reducen las
inversiones públicas en salud, educación o vivienda
social. Bajo este paraguas se busca reducir el déficit
fiscal, olvidando que su origen, entre otras cosas, está
motivado por la aportación de miles de millones de euros
o dólares, del erario público, destinados a salvar la
banca privada.
Para no ser tildados de
parcialidad y acusados de hacer recaer los efectos de la
crisis en las clases populares, los ricos y acaudalados
miembros de las oligarquías políticas, financieras e
industriales se reparten el papel. A quienes gobiernan
se les pide dar ejemplo. Si primero se subieron los
sueldos, ahora les llegó el tiempo de apretarse el
cinturón. En un acto de constricción moral, diputados,
senadores, alcaldes y presidentes de gobierno o de
Estado, en España salvo el rey, renuncian a los coches
oficiales, viajar en primera clase o los privilegios
inherentes del cargo. En este afán ahorrador, aparcan
los BMW, Audi o Mercedes Benz y se decantan por los
utilitarios. No faltan los que se arriesgan al límite y
optan por el transporte público. Todo un catálogo de
virtudes. Con dichos gestos quieren trasladar a la
población una nueva imagen de políticos responsables y
serios. En tiempos de vacas flacas no se debe presumir
de riqueza.
El Estado neoliberal
protege a los delincuentes de cuello blanco. No actúa
contra ellos, y si lo hace es de forma excepcional.
Siempre es bueno contar con un chivo expiatorio. Lava la
cara y de paso crea una cortina de humo. Nunca persigue
de manera sistemática a quienes defraudan la hacienda
pública, la seguridad social y evaden capitales. Sirva
como ejemplo la actual reforma laboral. Mientras se
avala el despido exprés por razones objetivas del
empresario evitando con ello pagar indemnizaciones, los
gerentes de bancos, directivos, miembros de los consejos
de administración y altos cargos siguen blindándose ante
la crisis. Sus nóminas no sufren recortes y sus
contratos contemplan el abono de millones de euros en
caso de despido.
No cabe duda, la vida de
los ricos está llena de sinsabores. En estos momentos se
sienten observados, criticados y maldecidos por quienes
no comprenden lo difícil que es elegir entre comprar un
reloj de diamantes o de platino. Tarea compleja a la
cual se debe unir el estrés provocado por la indecisión
de adquirir un yate o un Maserati. La verdad, son unos
auténticos sufridores. Seres débiles y frágiles a los
cuales debemos agradecer sus actos de beneficencia en
pro de la comunidad. Siempre están pensando en los más
débiles y necesitados. Tienen un espíritu cristiano sin
igual. Cuando unen sus esfuerzos, organizan cenas con el
fin de recaudar fondos para los niños hambrientos del
tercer mundo. Asimismo, abren fundaciones y dedican una
parte ínfima de sus astronómicas fortunas a realizar
obras de caridad.
Por citar dos nombres
relevantes de nuevos ricos, tanto George Soros como
Billy Gate, o si se quiere en menor medida Carlos Slim,
les gusta ser visualizados como los Médici del siglo XXI.
Compran pinturas, esculturas, incunables, joyas o
cualquier bien mueble o inmueble que posea un valor de
cambio elevado y sea único en su especie. Tampoco este
comportamiento es exclusivo de quienes amasan fortunas
particulares. Este comportamiento no difiere del
practicado por los grandes bancos y las empresas
transnacionales.
BSHC, Santander, Nestlé,
Endesa, Telefónica o Petrobras otorgan becas doctorales,
posdoctorales, se comprometen con el medio ambiente, la
naturaleza y patrocinan investigaciones sobre el cáncer,
el genoma humano y las nuevas tecnologías. Les falta
tiempo para apadrinar estudios sobre energías
alternativas o convertirse en auspiciadores de equipos
de futbol, ciclismo, baloncesto, Fórmula Uno, atletismo
o regatas. Todo, claro está, debidamente complementado y
acorde con las leyes recaudatorias. Aquello que destinan
a obra social tiene sus compensaciones. Desgrava y
facilita seguir acumulando capital y engordando el
patrimonio. Qué más podemos pedir. Al fin y al cabo son
unos auténticos benefactores. Crean sus museos, salas de
exposición y permiten que los mortales contemplen sus
posesiones considerándolo un acto desinteresado y
humanitario.
Como le vamos a exigir un
comportamiento simple. Debemos dejarlos en libertad para
practicar los pecados mundanos. El robo, la usura, la
lujuria, la gula y cualesquiera que sirva para sus fines
de mecenazgo. Pobres ricos, son santos a quienes hay que
venerar. Su vida está llena de peligros y encima son
unos incomprendidos. ¡¡Qué fatalidad!!
Marcos
Roitman Rosenmann
Doctor en Sociología.
Profesor Titular de Estructura social de América latina
Universidad Complutense de Madrid
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