La panadería de mi
supermercado ha ido ampliando su oferta de panes. Los
hay de tantos precios, harinas y tamaños, que el otro
día me quedé bloqueada delante del mostrador. La
dependienta me observaba expectante, y yo era incapaz de
decidirme. Pues déme uno que le guste a usted, balbucí,
pero ella se negó a pronunciar una opinión. Yo no sé lo
que a usted le gusta, dijo con cierta crueldad. Cerré
los ojos y señalé uno al azar, añorando secretamente
aquellos tiempos, no tan lejanos, en los que la oferta
de pan se reducía a un solo y aburrido modelo de barra.
Hasta los plátanos han perdido su prestancia de toda la
vida, pensé al encararme con una nueva variedad de
plátano mucho más pequeñita que ha aparecido en las
repisas poniendo en duda al normal.
En la sección de yogures
todo fue de mal en peor. ¿Usted qué opina?, le dije a
una señora, ¿será más recomendable el de trocitos, el de
sabores, el desnatado, el semidesnatado, el enriquecido,
el de efecto bífidus, el cremoso? Eso depende de lo que
prefiera usted, me dijo de soslayo. Me lo temía, dije,
sin criterio alguno en materia de yogures, incapaz de
discernir cuál sería el mejor para mí, ni el que
prefiero o no, fisgando en su carrito para copiarle el
tarro. Luego seguí deambulando un rato por el
supermercado, medio dando saltitos con los pies juntos,
abrumada por la oferta infinita de galletas, zumos de
frutas o insecticidas. Hay días en que se tiene obturado
el músculo de la decisión.
En casa, tomé la
precaución de no asomarme a la ventana de internet, no
fuera a despeñarme por los horizontes infinitos de
cualquier cosa. Miré sólo el correo, con disimulo, pero
leí el e-mail de una amiga que me contaba que quiere
ampliar sus estudios y se va a examinar de cuatro cosas
distintas porque así tiene más posibilidades de ser
admitida en algún centro. Pensé si no tendría más
posibilidades preparándose a fondo para un solo examen
en lugar de estudiar cuatro por encima. Y recordé a otra
amiga que hace poco me había dicho que hoy es mejor
pescar el trabajo con red que con caña, mientras enviaba
currículums variopintos a diestro y siniestro.
Pero la abundancia de la
oferta televisiva de esa noche atrajo mis pasos hasta el
sofá, y acabó de paralizarme. Con los dedos crispados
alrededor del mando, sin saber qué canal escoger, pensé
en la cantidad de decisiones que estamos abocados a
tomar al día en nuestro pequeño mundo de ricos, a este
lado del planeta. El lado del planeta de la abundancia
desenfrenada, frente al lado del cacho de pan con
moscas. Pensé si aquí, el día entero no era un continuo
deambular por el supermercado de la vida. Y si nuestras
limitadas cabecitas simiescas están capacitadas para
moverse entre opciones de todo tipo sin sufrir alguna
clase de cortocircuito, de la mañana a la noche,
escogiendo a ciegas aquí y allá. Decidiendo sin datos,
ni tiempo para decidir, con la dependienta de la cosa
clavándote su mirada expectante en ese momento raro en
que te paras a pensarlo.
Mas tarde, el telediario
puso las cosas en su sitio. Porque la información que
nos llega sobre los hilos importantes que realmente van
a mover nuestras vidas, en los próximos tiempos, no da
lugar a ninguna opción. Las noticias parecen indicar que
todo el pescado está vendido, igual que los derechos de
los trabajadores y la política social. Resulta que los
estados – o sea nosotros-ceden a la voracidad de los
mercados porque no existe otra posibilidad.
De manera que, mientras
las gentes nos entretenemos eligiendo, en el espejismo
de una telaraña de opciones, el mejor destino de fin de
semana o la mejor marca de champú, los cimientos de
nuestra forma de vida están decididos, sin remisión, por
entes macroeconómicos. Como si tuviera sentido que uno
deba renunciar a decidir sobre sí mismo, distraído con
las posibilidades infinitas del yogur.
Clara Sanchis Mira
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