En el
invierno de 2008 José María Díez-Alegría
abandonó por unas horas su retiro en la
residencia de San Ignacio de Alcalá de
Henares para recibir a LA NUEVA ESPAÑA y
ofrecerle generosamente sus interesantes
reflexiones sobre la fe y la vida. Se
ayudaba de un andador para caminar, pero
mantenía la sonrisa y el pensamiento
claro. Su discurso, publicado en su día
en el suplemento «Siglo XXI», adquiere
ahora, con su muerte, una nueva
dimensión.
Una broma de la Divina Providencia.
«Soy
una especie de broma de la Divina
Providencia, porque ya he cumplido 96 y
estoy haciendo el nonagésimo séptimo
año. Aquí hasta que quiera Dios; ni
estoy deseando morirme, ni tengo miedo a
morirme. Lo que Dios quiera, pero me
gustaría no llegar a los cien años,
porque entonces te conviertes en una
especie de animal extraño, como para que
te metan en una jaula y te paseen por
las ferias».
Vislumbres del otro mundo.
«Yo creo
en la tradición cristiana que, antes de
llegar a la Teología conceptualista,
afirmaba que el cosmos es un enigma, y
mientras estamos en este mundo
vislumbramos e intuimos. Pero si después
de este mundo material está lo otro, que
es Dios, y nosotros en la resurrección
damos un salto hacia eso, pues entonces
allí veremos la solución del enigma,
pero será siempre como misterio vivido».
Más confianza que certeza.
«Certeza,
certeza… Yo me fío de Dios. Tengo
fiducia. Certeza en la existencia de
Dios, pues tengo, pero no sé bien cómo
es».
Su credo.
«Creo en
ese Dios a quien Jesús vivía de aquella
manera. Creo en el padre de Jesús, en el
que creía Jesús, y creo que es mi padre
y no me metan ustedes en que yo se lo
explique. En ese sentido, creo que
Jesús, hijo de Dios, fue el mayor
místico que ha habido en la historia del
mundo y me apoyo en la experiencia
mística del hombre Jesús, que no es sólo
hombre, pero que es de verdad hombre, no
un disfraz. Creo en el Espíritu Santo,
que es algo que siento y que me ayuda en
mi pecho, en mi mente, en mi interior. O
sea, que no creo por demostraciones
metafísicas conceptuales, sino por
vivencias éticas o estéticas o
místicas».
Dios está en los pobres.
«Dios está
con los pobres, y esto es certísimo a
través de Jesús, que asumió la muerte
por declarar que en los conflictos entre
ricos y pobres, en principio, Dios está
en los pobres, no en los ricos, y que,
en principio, entre los grandes y los
pequeños, Dios está con los pequeños».
Una enfermedad de la fe.
«En mi
modestísima opinión, el fanatismo es una
enfermedad de la fe. Los fanáticos
tienen fe, pero con una imperfección
grande. Los ajenos al fanatismo tienen
una fe por la cual pueden dar hasta la
vida, pero es una fe un poco vacilante».
Cristianismo y liberalismo.
«El
cristianismo de Jesús con respecto a la
sociedad económica, capitalista,
liberal, incluso democrática como la que
nosotros tenemos, es una cosa
tremendamente antagónica. Pero hay que
admitir que Jesús no expulsaba a los
publicanos, sino que los veía con
comprensión y decía que las prostitutas
y los publicanos entrarán antes que
fariseos y saduceos en el Reino de Dios.
Yo diría que, por lo menos, procures
enterarte de cómo está el mundo y la
cuestión de los pobres, y si tienes
realmente mucho dinero, vive con
sobriedad y no sólo pagues los impuestos
civiles, sino que te pongas otros
impuestos para cosas que hagan el bien».
Su filosofía de vida.
«Veo la
tragedia y la vivo, pero aplico más bien
humor y paciencia, y, por supuesto,
caridad, y hacer lo que podamos por los
demás, sabiendo que Dios está en los
oprimidos, con los pobres, aunque sean
incrédulos. En cambio, creyendo
demasiado, fuimos capaces de una
Inquisición con hogueras. En eso, Dios
no creía».
El primer recuerdo.
«Vivíamos
en la calle de Santa Elena, que tenía un
mirador a San Bernardo, cerca del
Ayuntamiento. Debía de ser el año 1914,
y yo tendría 3 o 4 años, y había habido
bastante jaleo. Trajeron un batallón de
soldados de Caballería para patrullar
por la ciudad. Una pareja de caballos,
con sus jinetes, estaba bajo el balcón.
Uno de los jinetes se había bajado y
acariciaba la cabeza del caballo, que
hacía movimientos de agradecimiento. Es
el primer recuerdo lúcido que tengo de
mi infancia» |
El día que
comencé las conversaciones con José
María Díez Alegría destinadas a nutrir
mi biografía titulada ‘Un jesuita sin
papeles’ recuerdo que me recibió con su
acostumbrada sonrisa y me dijo: «Quiero
decirte una cosa importante: siéntete
libre para escribir lo que te apetezca».
Y es que su mensaje o pensamiento puede
resumirse en esa palabra: libertad y
coherencia con el Evangelio.
Arranca de
una postura ética ante Dios y el mundo.
De su tesis doctoral sobre la Ley
Natural, que completó con otro doctorado
en Derecho y que le condujo a creer en
la conciencia del hombre. José María
estaba convencido, después que buceó en
Max Scheller y la fenomenología de
Husserl, de la importancia de la
libertad de conciencia, la inmoralidad
de la guerra y la lucha por la justicia
como imperativos irrenunciables.
En
contacto con el padre Llanos y el barro
de El Pozo del Tío Raimundo, empieza a
denunciar en diferentes conferencias
tachadas de subsersivas sobre los abusos
del franquismo, la situación del obrero,
el silencio de la Iglesia. A partir de
ese momento cuando, de acuerdo con su
amigo Aranguren, se convierte en un
jesuita peligroso, es «promovido para
ser removido» de España a su cátedra de
Roma.
Pero su
ecuador mental, cuando cree estar por
una enfermedad al borde de la muerte, lo
señala la aparición de su libro ‘Yo creo
en la esperanza’, que publica como
imperativo interior, haciendo objeción
de conciencia contra sus superiores y
arriesgándose a tener que exclaustrarse
y luego salir de la Compañía de Jesús,
como hizo. En esta obra se pronuncia
contra un cristianismo
ontológico-cultual (es decir de misa y
doctrina) y defiende un cristianismo
comprometido y profético. «Yo hago ver
cómo la esencia de la religión es el
amor al prójimo como sacramento del amor
de Dios, el amor al prójimo como
dialéctica del espíritu de justicia». En
ese sentido acepta que Marx puede ser un
profeta y tener parte de razón cuando
dice que «la religión es el opio del
pueblo». «Marx me ha llevado a
redescubrir a Jesucristo y el sentido de
su mensaje», se atreve a afirmar.
Critica en
consecuencia la concepción de propiedad
privada tal como la ha defendido la
Iglesia, y se apunta a una esperanza
histórica que se traduce en la lucha por
la justicia afirmando sin rodeos que el
cristianismo tal como se ha vivido hasta
ahora es una religión falsa. Ni los
padres de la Iglesia, ni siquiera la
tradición escolástica, según Alegría,
defienden que la propiedad privada sea
un derecho natural. «Como dice San Juan
Crisóstomo, ‘el rico o es ladrón o
heredero de ladrón’». Por tanto la
Iglesia, que ha traicionado a Jesús, no
debe empujar a decisiones políticas,
sino predicar el Evangelio y dejar
libertad de elección al cristiano en
estas opciones.
Otro punto
que escandalizó sobremanera fue su
postura en materia de moral sexual. Su
frase «el celibato puede ser una fábrica
de locos» y «estoy a punto de cumplir
sesenta años y no he tenido ninguna
aventura amorosa. Tal vez se deba a que
soy un poco estúpido en cuestiones de
mujeres», levantaron un gran escándalo
es aquella España tardofranquista.
Calificará la postura de muchos
moralistas católicos de «totalitaria»
por sus imposiciones. Defenderá un
celibato opcional para los sacerdotes de
rito latino. Un pensamiento que tiene
resonancias especiales en estos tiempos
de «pederastia». «Es una cosa para
volverse loco, porque la dimensión
sexual es algo que está en las
entretelas del ser humano». Aunque en
diversas ocasiones se manifiesta contra
la sexualidad como mera explotación o
goce y defiende su dignidad. Tampoco ve
sentido a una fecundidad indiscriminada:
«No necesitamos muchos hijos, sino
verdaderos frutos y signos del amor».
En otra
cuestión de fresca actualidad fueron
duras sus palabras contra el
neoliberalismo económico y el
economicismo puro y duro. Respecto al
terrorismo decía que «es intolerable;
pero para solucionarlo lo que hay que
hacer es aumentar la justicia». Y
añadía: «Estamos lejos de la verdadera
paz. La actual política armamentista es
un escándalo». Por su parte «la Iglesia
no debe pretender conquistar el mundo,
sino procurar dar un buen testimonio de
Jesús y estar en diálogo con todos».
Pero sobre
todo era un gran hombre de fe. «Reafirmo
que mi fe en la resurrección se refiere
con toda rotundidad y con íntimo gozo a
Jesús. Se refiere también con fuerza a
los pobres y marginados injustamente
oprimidos». Cuando un día le
pregunté si tenía miedo a la muerte, me
dijo: «No. Tengo esperanza de
encontrarme con Dios. Pero creo que mi
vida ha tenido mucho sentido tal como es
y no me preocupa la muerte, incluso como
puro descanso». ¿Y si no te encuentras a
Dios?, insistí. José María respondió con
una frase de un jesuita francés: «Pues
me honro en haber creído en Dios, pues
si no existe, debería existir». Y es que
el humor, que es una forma de amor,
siempre era el alma que hizo a este
asturiano libre y genial.
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El
sacerdote y teólogo asturiano José María
Díez-Alegría falleció la pasada
madrugada, en Madrid, a los 98 años. Su
cuerpo ha sido donado a un centro
hospitalario, en cumplimiento de su
última voluntad de aportar su particular
granito de arena para el avance de la
investigación científica.
Gijonés de
nacimiento y convicción, el teólogo
asturiano regresaba todos los veranos,
en el mes de agosto, a su tierra natal a
la que se sentía muy vinculado. Hace
cuatro años, coincidiendo ya con su
nombramiento como Hijo Predilecto de la
ciudad, su salud comenzó a resentirse de
forma notable y ya le costaba andar. "La
última vez que estuvo en mi casa, en
2006, tuvo que venir con su andador,
porque no quería dejar de moverse y a la
vez insistía mucho en que no quería dar
la lata a nadie", recuerda Marisa Moro,
quien junto a su marido José María
Fernández le acogían, año tras año, en
su domicilio en Viesques.
"Yo le
conocía desde hacía 39 años, ya de mi
época de soltera cuando estaba en el
movimiento de Juventud Obrera Cristiana
(JOC). En casa, él era uno más de la
familia. Venía sobre todo a descansar, a
estar en Gijón y a ver el Prerrománico,
que no se lo perdía, año tras año. Comía
fenomenal, muy bien", recuerda.
En su casa
se congregaban cristianos de base de
todas las edades con los que departía en
largas conversaciones sobre lo divino y
lo humano porque, a sus dotes de buen
orador, unía su deseo de estar en
contacto permanente con la realidad
social y no rehuía ningún tema donde
pudiera expresar libremente sus
opiniones. "Tenía una alegría, una paz y
una tranquilidad que transmitía a los
demás", describe Marisa Moro.
A partir
de su 90 cumpleaños, afrontaba la vida
con otro ánimo. "Por un lado, sentía que
cada año que cumplía era como un regalo,
pero ya creía que lo había hecho todo",
dice con pena Marisa Moro, para quien
ayer era un día "de mucha, mucha
tristeza y mucha, mucha pena porque le
queríamos mucho".
Su
ideología estaba próxima a la Teología
de la Liberación y no lo ocultaba. En
1970, criticó junto a otros compañeros
de la Universidad Gregoriana de Roma la
oposición vaticana al proyecto de ley
sobre el divorcio, que entonces se
debatía en Italia. En la década de los
años 70, abandonó la Compañía de Jesús
para dedicarse a trabajar junto al
jesuita padre Llanos en el Pozo del Tío
Raimundo, en Vallecas (Madrid) y durante
ocho años –de 1988 a 1996– presidió la
Asociación de Teólogos Juan XXIII, hasta
que fue sustituido por Enrique Miret
Magdalena en 1996.
José María
Díez-Alegría mantuvo su lucidez hasta el
final. En el año 2000 su firma se unió a
la de otros 72 teólogos que suscribieron
el manifiesto Dominus Iesus , que
sostiene que el catolicismo es la única
religión verdadera. El siempre defendió
que la Iglesia no debía interferir en
temas de Estado y debía situarse al lado
de los pobres.
Javier
Gómez Cuesta, párroco de San Pedro y
Presidente de la Asociación de Amigos de
la iglesia de San Pedro, le recuerda de
su época de estudiante en Comillas
cuando fue a impartir un cursillo sobre
la doctrina social de la iglesia. Su
"gran formación" es una de las
características que más destaca en el
teólogo fallecido. "Era un hombre muy
preparado en doctrina", explica el
párroco Gómez, quien incide en que era
uno de los "primeros espadas de la
Iglesia", encargado de la formación de
los jóvenes jesuitas. Fue profesor en la
Universidad Gregoriana de Roma y fue en
esa época cuando se volvió más crítico.
"Yo creo que en el buen sentido",
aclara.
"UN
AVANZADO"
En la
capital del catolicismo, Javier Gómez
Cuesta estima que debió sufrir su
crisis, por no entender la
administración y burocracia del aparato
eclesial. Gómez cree que Díez-Alegría
aspiraba a una iglesia "más pura y
evangélica, comprometida con los
pobres", que la que halló en Roma.
"Personas como él son como profetas, que
nos recuerdan el camino que deberíamos
seguir", reflexiona. Recuerda bien la
última vez que le vio, en su iglesia, la
de San Pedro, durante la entrega de la
distinción como Hijo Predilecto de Gijón
en 2006. "Venía aquí por temporadas, y
siempre se quedaba en casa de una
familiar, ya fallecida, en la calle
Trinidad", rememora.
Para Gómez
Cuesta, fue un hombre crítico pero no
ácido y, a pesar de la controversia que
mantuvo con la jerarquía, "siempre
siguió fiel a la Iglesia y a la Compañía
de Jesús".
El
catedrático de Historia Medieval de la
Universidad de Oviedo, Javier Fernández
Conde, considera que José María
Díez-Alegría era "un avanzado de la
Iglesia" y sus ideas le costaron la
cátedra porque "era un hombre muy
crítico. Desde Madrid se le vinculó con
los grupos más radicales porque siempre
le había gustado que la Iglesia
estuviera al lado de los pobres y que no
hiciera ostentación de poder económico".
El
personalmente le invitó en dos ocasiones
a venir a Asturias para participar en
cursos de formación permanente del clero
y recuerda que, en ambas visitas,
"procuró estar con las comunidades de
cristianos de base".
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