Ya sé que muchas y muchos
de ustedes tienen en mente que esta próxima semana,
el jueves día 8, se celebra el día de la Mujer.
Algunos y algunas lo primero que piensan es otra vez
toca;la mayoría piensa que de qué sirve, y muchos y
muchas, cada vez más, consideran que es una fecha
con poco sentido puesto que las mujeres ya han – o
hemos- avanzado mucho. También están los y las que
se preguntan si celebrarlo sirve de algo, porque
están convencidos de que tantos años de
conmemoración no han servido para hacer desaparecer
la desigualdad.
Celebrar el día no soluciona el problema, pero como
mínimo lo mantiene vivo en la agenda pública y
también en la privada. En el día a día – tanto en el
personal como en el social- convergen tantas
necesidades distintas que es muy fácil que ésta – la
de conseguir igualdad entre mujeres y hombres o la
de denunciar en todo aquello y en qué momento se
produce la discriminación- pase con mucha facilidad
a un segundo plano. Está claro que no es éste un
tema prioritario.
Por eso afirmo – aunque en general no soy demasiado
partidaria de los días de esto o lo otro-que todo lo
contrario, hay que celebrar el 8 de marzo, el día de
los derechos de la mujer. Hay que hacerlo con
renovada fuerza y hemos de empezar a pensar en
acciones distintas y mucho más atrevidas. Es más
necesario que nunca – o como mínimo, sin duda
alguna, sigue siendo necesario- recordar que las
mujeres de todo el mundo, pero también nosotras, las
que vivimos aquí, no gozamos de las mismas
oportunidades sociales que los hombres.
Por mucho que se diga no surte efecto, o en todo
caso no surte el efecto requerido; y por tanto hay
que continuar diciéndolo porque perdemos todos con
ello. Especialmente, perdemos y mucho las mujeres de
este mundo. Los datos muestran una y otra vez las
desigualdades, pero también una y otra vez se ponen
éstos en entredicho y se sigue hablando de
elecciones personales distintas entre hombres y
mujeres.
Además, la igualdad de derechos es un gran argumento
para desviar la atención desde nuestra sociedad a
otras donde se considera que realmente las mujeres
están mal, porque no tienen ni eso. El jueves fue
noticia un caso de una niña de Pakistán apostada y
perdida por su padre a las cartas y ganada – si no
lo entendí mal- por los caciques de su pueblo, que
pretenden cobrar la apuesta.
Ejemplos de fuera tenemos todos los días y son mucho
más impactantes que los que aquí se producen. Los
nuestros hablan mayoritariamente de derechos
laborales, de cargas domésticas o de acoso en el
trabajo, salvo cuando hay muertes – no pocas- a
manos de compañeros presentes, futuros o pasados.
Nuestro día a día puede que sea mejor que el de
nuestras madres o que el de nuestras abuelas, pero
no es ni de lejos tal como tendría que ser después
de tantos años de reivindicaciones, luchas, análisis
y medidas adoptadas.
En todo este tiempo, además de los logros
conseguidos, ha quedado claro que éste es un
problema de muy lenta solución, a no ser que
encontremos una manera distinta de actuar sobre él.
Nuestras hijas no van a tenerlo mejor que nosotras,
de momento quizás sólo igual y, si se baja la
guardia, seguramente lo tendrán mucho peor.
A mí me parece – ojalá me equivoque- que esta
celebración ha perdido buena parte de su fuerza
simbólica. Nos encontramos en un paréntesis que
requiere redoblados esfuerzos, y más ahora que tanto
el discurso oficial como el oficioso es, cada vez
más, de pretendida normalidad.
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