ace ya unos años, en los
ochenta del siglo pasado, The Wall Street Journal
informaba sobre una singular encuesta, de esas que
tanto gustan a los norteamericanos. Imagine,
preguntaban al ciudadano, que el presidente Ronald
Reagan recibe varias llamadas de teléfono a la vez:
del editor del Washington Post, del director general
de IBM, del jefe del Episcopado y del presidente de
la Universidad de Harvard. ¿Con quién de ellos
hablaría primero? El 41% respondió que con el editor
del Washington Post. Después, con el director
general de IBM. El presidente de Harvard quedó en
último lugar.
Si eso pasó en Estados Unidos, el país que tiene
algunas de las universidades más prestigiosas del
mundo, entre ellas la de Harvard, podemos suponer
cuál sería el resultado en España. Entre nosotros,
la universidad no es, efectivamente, una de las
glorias nacionales, ni tampoco es un tema que
levante pasiones entre los ciudadanos o estimule el
orgullo. Pero no carece de importancia. Un millón y
medio de jóvenes estudian en 47 universidades, con
213 campus, donde se imparten 140 carreras y se
ofrecen 2.200 titulaciones. Un complejo panorama
sobre el que resulta muy difícil generalizar y
opinar con conocimiento profundo. Salen a la luz
ahora algunos de sus problemas estructurales, de
"crecimiento desordenado y sin coordinación". No se
discute mucho, sin embargo, de la enseñanza y la
investigación, las dos funciones básicas y
complementarias de la universidad.
Las universidades españolas no necesitan competir
para conseguir los mejores profesores o estudiantes.
La mayoría de los profesores somos funcionarios con
puesto vitalicio. Eso da mucha seguridad e
independencia frente a jefes y gobernantes
-"libertad académica", solemos decir-, pero sabemos
también que conduce al anquilosamiento y a la falta
de incentivos. Se suele llegar a funcionario,
además, en la ciudad propia, con los amigos bien
cerca, ante los que nunca hay nada que demostrar.
Los estudiantes y el sistema educativo tampoco nos
exigen mucho. Para una buena parte de los
estudiantes, la universidad es una continuación del
Bachillerato: hacen decenas de exámenes, con varias
convocatorias para aprobar una asignatura, raramente
intervienen en seminarios o debates orientados por
profesores y pueden acabar la carrera sin haber
escrito un trabajo académico. Sus representantes,
elegidos por una exigua minoría, participan en los
órganos de gobierno y están muy involucrados en las
elecciones a decanos o rectores, pero apenas
muestran interés en opinar sobre el currículo, o
exigir a los profesores una mejor enseñanza, lo que
a menudo significaría más trabajo y menos
dependencia de los apuntes tomados en clase.
Un estudiante que obtiene una licenciatura debería
ser capaz de pensar con claridad y escribir con
precisión. Debería tener una apreciación crítica de
cómo obtener los métodos del conocimiento
científico, sea para comprender el universo, la
sociedad o las personas que nos rodean. No debería
ignorar otras culturas y otras lenguas, uno de los
grandes retos de los universitarios españoles para
competir fuera de nuestras fronteras. Y debería
adquirir especialización o formación profesional en
algún campo de conocimiento.
Para eso sirve la universidad, para formar
ciudadanos y no sólo para repartir títulos. Educar y
formar intelectuales, sin embargo, resulta muy
difícil en España, donde se puede obtener una
licenciatura sin necesidad de asistir a clase, entre
otras cosas porque la asistencia y, sobre todo, la
participación no suelen contar en la calificación
final.
Ahora recogemos también los frutos de una idea
asombrosa y peregrina, defendida con ahínco por los
alcaldes y políticos locales en las últimas décadas:
cada capital de provincia debía tener su
universidad, con campus, si era menester, en otros
pueblos de la región. Lo de menos era saber si podía
haber en esos lugares buenos profesores, buenas
bibliotecas y laboratorios y estudiantes en el
futuro. La mirada era siempre a corto plazo, para
obtener beneficios políticos inmediatos, con un
desconocimiento absoluto de lo que significaba
organizar una universidad. Así las cosas, el
panorama actual exige aplicar el bisturí, tomar
medidas impopulares, algo que va a resultar muy
difícil con las autoridades académicas elegidas por
todos, y, posiblemente, cerrar centros. Sin alumnos,
sin financiación y sin buenos servicios, la
universidad no funciona. Es una caricatura.
Es el momento también de cambiar otras cosas. La
competencia, rivalizar por los mejores profesores o
estudiantes, debería establecerse como norma
cotidiana; y subir el escalafón no debería ser sólo
cuestión de tiempo, al margen de los méritos
acumulados. Los profesores y los trabajadores de la
administración y servicios necesitan más incentivos
y mejores condiciones de trabajo. Y a los
estudiantes hay que proporcionarles buenas
bibliotecas y laboratorios y exigirles mucho más que
la reproducción de los conocimientos adquiridos en
clase. Los buenos profesores atraen y forman buenos
estudiantes y habrá que comenzar a diferenciar entre
buenos, mejores y menos buenos.
La universidad es de todos, pero algunos deberían
tener mucha más responsabilidad y poder que otros.
Debe estar gobernada por los que tienen experiencia
y han demostrado excelencia en la docencia y en la
investigación. Es normal que los gobiernos
autonómicos y el del Estado quieran entrar de lleno
en este debate, actúen, en suma, como si las
universidades les pertenecieran: sin su apoyo
económico, las universidades públicas no podrían
funcionar. La continua interferencia política, sin
embargo, dependiente de los resultados electorales,
con leyes, decretos y reformas de las reformas, nada
bueno aporta a la calidad de la enseñanza y de la
investigación.
La educación en las universidades no garantiza
buenos puestos de trabajo, aunque una mejor
formación intelectual y profesional debería
llevarnos a un nivel más elevado de cultura cívica,
ahora que seguimos construyendo y consolidando la
democracia. Y de la universidad tienen que salir
también ideas y alternativas. Se trata, en suma, de
estrechar las diferencias entre la universidad ideal
y la real. Para eso están los debates, el compromiso
de los profesionales y las políticas responsables.
¿Imaginan que una ciudad española alcanzara fama por
tener la mejor universidad de Europa en vez del
mejor equipo de fútbol? |