s habitual en los
últimos años, en el inicio del curso universitario,
que los medios de comunicación se hagan eco, entre
curiosos y divertidos, de alguna actividad de libre
configuración convocada por una universidad
española. Un título llamativo, que anuncia un
contenido extravagante a la idea tradicional de lo
que se estudia en la universidad, y el hecho de que
puedan ser calificadas, haciendo posible que quienes
las cursen obtengan créditos computables en su
currículo académico, suelen ser las causas de la
sorpresa y del estupor. A esta tipología respondería
el seminario organizado por mi Universidad (y el
Sevilla F. C.) Importancia y trascendencia del
sentimiento sevillista, o el impartido el curso
pasado en la Universidad de Huelva sobre Historia de
la mierda. Que la universidad pueda acoger
actividades de este tipo, que tienen -debe
insistirse- reconocimiento académico, roza para
muchos lo esperpéntico y constituye un indicio de
por dónde caminamos. Un recorrido por la oferta de
libre configuración de las universidades españolas
no nos consolará. Con títulos y contenidos
distintos, con la nota común de resultar, como
decimos, llamativos, actividades de este tipo se
repiten por doquier.
Conviene aclarar rápidamente que el problema no es
la libre configuración en sí, es decir, el hecho de
que puedan obtenerse créditos fuera del plan de
estudios que se está cursando. Con este propósito se
introduce esta posibilidad en el Real Decreto
1497/1987, de 27 de noviembre, por el que se
establecen las directrices generales de los planes
de estudio, la norma principal con la que se acomete
a finales de los ochenta la reforma de éstos. En el
artículo 7, cuando especifica cómo se organizarán
los contenidos de las enseñanzas, se establece que
éstas podrán incluirse, además de en asignaturas
troncales, obligatorias u optativas, en materias "de
libre elección por el estudiante en orden a la
flexible configuración de su currículo". Se aclara
inmediatamente que el estudiante podrá escoger entre
las "materias, seminarios u otras actividades
académicas ofertadas por la propia universidad o por
otra universidad con la que establezca el convenio
oportuno".
El problema, como todo apunta, no es tanto de
concepción sino de uso y abuso. El sistema,
concebido de forma impecable por lo que respecta a
la autonomía de cada universidad, lleva no obstante
implícita la posibilidad de degenerarse. El control
de calidad al que las propias universidades deben
someter este tipo de iniciativas, nos tememos, deja
bastante que desear y, sobre todo, no asegura que
muchas de estas actividades puedan ser un verdadero
atentado contra las esencias universitarias (por muy
diluidas que éstas estén o por muy poco respeto que
se les tenga). El uso que se está haciendo de esta
posibilidad ha caído en lo abusivo. Muestra de ello
es la suscripción con este fin de convenios con las
más diversas y variopintas entidades públicas y
privadas que, a la búsqueda del marchamo
universitario, colocan sus jornadas y cursos en la
oferta de libre configuración de muchas
universidades. La manida coartada de la apertura
social de la universidad no justifica esta práctica,
que debería reservarse a instituciones presididas
por la excelencia y la seriedad.
En todo esto hay además otro elemento que nos debe
hacer reflexionar. Me refiero al carácter retribuido
de este tipo de actividades. En muchos casos la
sensación que se obtiene es algo así como si se
pagase a los asistentes a una conferencia. La
moneda, en esta ocasión, es el crédito
universitario. Así puede contemplarse el hecho de
que en muchas universidades se estén concediendo
créditos de libre configuración a quienes desempeñan
cargos de representación estudiantil. Más allá de
otras consideraciones, es seguro que estos
universitarios aprenden con rapidez una de las
lecciones de nuestra modernidad: todo debe ser
retribuido materialmente, ya que no basta con la
satisfacción de realizar determinadas tareas -como
la de trabajar por los intereses de los otros- y
hacerlo del mejor modo posible.
Ya se sabe que lo que sucede en el presente, cuando
no gusta, suele alimentar algunas nostalgias. La
mirada hacia atrás que puede provocar este panorama
no es hacia una universidad muy lejana. Solamente
hay que remontarse al periodo de los cincuenta hasta
los ochenta, justo hasta la Transición, cuando la
universidad estuvo abierta y desempeñó un papel
cultural y político decisivo. Basta leer las
memorias -y las hay abundantes- de los que vivieron
aquellos años para descubrir una universidad donde
la cultura era mimada y cuidada. La universidad fue,
nada más y nada menos, que el lugar donde se
protagonizaron los primeros actos en nombre de la
libertad cuando ésta no existía. Era lo que tocaba
entonces. Por eso, no puede más que causarnos
desazón que lo que toque ahora sean actividades de
este tipo, fieles reflejos de una sociedad
infantilizada. Deben ser los coletazos de la
posmodernidad, las consecuencias previsibles de un
falaz "todo es cultura", que ha terminado por calar
hasta en la universidad, el lugar donde buena parte
de ésta se ha hecho (y enseñado) tradicionalmente.
En definitiva, estamos no frente a una mera anécdota
sino ante un problema de la universidad española en
su conjunto, todo un indicio de la evolución que
estamos experimentando. Es además un problema tipo
iceberg, es decir, de esos en los cuales lo que
vemos es sólo lo que sobresale, siendo lo de dentro,
lo que no vemos, lo escondido, mucho más grave.
Bastantes recuerdan, con razón, de aquella
universidad franquista lo cutre, lo rancio y lo
ridículo. Aquella en la que se estudiaba Educación
Física o Formación del Espíritu Nacional. Dentro de
unos años quizá se piense sobre esta universidad de
ahora del mismo modo, o tal vez no haya nada sobre
lo que pensar porque ésta ya no exista o resulte
absolutamente irreconocible. La universidad puede
que entonces sea sólo historia y no como hasta ahora
que es historia y presente. Porque el futuro, tal y
como están las cosas, es bastante incierto. |