a Universidad es una
institución muy antigua pero goza globalmente de muy
buena salud ya que todas las sociedades del mundo
siguen atribuyéndola un papel crucial en el progreso
basado en el binomio investigación-enseñanza. España
es uno de los países más ricos del mundo y cuenta
con un gran número de universidades, pero ninguna de
ellas se encuentra entre las 50 primeras de Europa o
las 100 primeras del mundo. Esto es un auténtico
fracaso, sin paliativos, y un muy mal augurio para
nuestro futuro. Sin embargo, este grave problema
parece no preocupar a nadie y no se pide a los
responsables (políticos y universitarios) ninguna
explicación, cuando al entrenador de un equipo de
fútbol en el que la sociedad ha invertido muchísimo
menos dinero se le piden enseguida cuentas tras una
derrota intrascendente.
Quizá sea falta de conciencia del problema o
desinterés; o quizá se piense que la carrera del
desarrollo científico y tecnológico ya está perdida,
pero vivimos una época en la que hay ciencias y
tecnologías que están en su infancia y a cuyo carro
aún estamos a tiempo de subir. Todo pasa por la
mejora de nuestro sistema de I+D en cuya base están
las universidades.
¿Cómo podríamos poner alguna universidad de España
entre las mejores del mundo? Para hallar la
respuesta (simple pero dura de poner en práctica),
basta fijarse en qué hacen las mejores universidades
del mundo para serlo.
Fijémonos, pues, en qué tienen en común Princeton,
Berkeley, Stanford o Cambridge, unas públicas y
otras privadas (pero todas muy subvencionadas de
diferentes formas por el estado, y prácticamente
todas del mundo anglosajón). Salta a la vista que en
las mejores universidades trabajan los mejores
investigadores y que básicamente es esto lo que las
convierte en las mejores. Además, la presencia de
los mejores investigadores en las mejores
universidades es el resultado de la voluntad de
serlo, traducida en un esfuerzo continuado para
atraer buenos investigadores, compitiendo por ellos;
un esfuerzo por seleccionar y retener a los mejores
(sin preocuparse de su origen, sin pedirles
homologaciones ni convalidaciones) ofreciéndoles
buenas condiciones de vida y de trabajo, los medios
y apoyo para desarrollar su potencial y que su
tiempo no se pierda en inútiles burocracias. La
excelencia de la formación que proporcionan estas
universidades está automáticamente garantizada por
la calidad científica de los profesores, a quienes
no se les exige que sepan un temario concreto (una
exigencia absurda en una era en que el conocimiento
avanza muy deprisa) sino, simplemente, ser líderes
en su campo. Los resultados confirman plenamente
esta política y, allí donde los estudiantes pueden
elegir universidad libremente y con información,
escogen universidades que siguen estas pautas
generales.
La lista de aciertos de las mejores universidades es
la lista de los errores de las nuestras. Para
empezar (hace falta decirlo), con honrosas
excepciones, los mejores investigadores están en las
mejores universidades, no en las nuestras. No hay
voluntad de estar entre las mejores, y, por lo
tanto, no hay un esfuerzo continuado para atraer a
buenos investigadores y seleccionar y retener a los
mejores. Las trabas administrativas no permiten
competir por contratarlos: se les exigiría la
homologación del título (un trámite mucho más lento
que la naturalización de un futbolista extranjero)
aunque fuesen premios Nobel, y no se les podría
ofrecer nada más que su propio puesto de trabajo con
el salario de un profesor universitario
principiante. Es evidente que estas trabas habrían
desaparecido hace mucho si las universidades
hubiesen estado interesadas en contratar a los
mejores investigadores que, en muchos casos, son
extranjeros. Otro tanto puede decirse del CSIC, pero
no de su homólogo catalán, el ICREA, que está
logrando atraer a buenos científicos del extranjero,
de otras universidades españolas y del CSIC, que,
correspondientemente, los pierde.
Siendo el secreto de las mejores universidades tan
sencillo, habría que preguntarse por qué nuestras
universidades no hacen lo mismo. Claro que, ¿qué
podría impulsar a las universidades españolas a
competir por ser las mejores, si su financiación y
la afluencia de alumnos (sin información y con poca
capacidad de elección) están aseguradas
independientemente de los resultados (que, por otro
lado, no se evalúan)? Faltan palos y zanahorias en
el sistema, que permite, no sólo que no se
seleccione a los mejores del mundo, sino que ni tan
siquiera se seleccione a los mejores del mercado
español.
Dado que el principal problema de la universidad es
éste, concentrémonos, pues, en el sistema actual de
formación y selección de los investigadores: la
llamada carrera investigadora.
En España coexisten dos carreras investigadoras muy
diferentes. En la primera, que podemos llamar
tradicional, el estudiante que accede a los estudios
de doctorado sabe (basándose en los modelos que
tiene a su alrededor) que es cuestión de tiempo y de
no moverse de su departamento el llegar a profesor.
Se evitan las ampliaciones de estudios en otros
centros y, con el apoyo de los sindicatos, se
legitima el derecho a una plaza permanente ("su"
plaza) por tener una temporal (ayudante, asociado)
durante mucho tiempo. Antes o después gana una
oposición cuyas condiciones le favorecen. Esta
carrera es muy conveniente para los que la siguen,
pero no conduce a tener buenas universidades.
La segunda carrera investigadora es más reciente en
España: tras el doctorado (hecho en España o en el
extranjero), los investigadores amplían sus
conocimientos a través de estancias en otros países,
a veces muy prolongadas (hasta 10 años). Estas
estancias están financiadas con becas o contratos
que se obtienen en concursos muy competitivos de
forma que, en general, sólo los mejores disfrutan de
ellas. A partir de cierto momento, muchos piensan en
conseguir un trabajo en una universidad o en el CSIC
y utilizar allí lo que han aprendido en todos esos
años, pero el sistema favorece a los que han seguido
la vía tradicional.
Como un primer paso para resolver este problema,
hace pocos años se creó el Programa Ramón y Cajal
que ofrecía contratos de investigador de cinco años
a los que pasaran un proceso selectivo basado
únicamente en la calidad científica y en haber
pasado un tiempo mínimo fuera de la universidad de
origen. El programa está abierto a todas las
nacionalidades (¿o es que podemos permitirnos el
lujo de renunciar a los Ronaldos de la ciencia
porque no son de aquí) con requisitos
administrativos mínimos y se le puede considerar,
globalmente, un programa modelo, sobre todo a juzgar
por sus resultados. Así se ha conseguido traer a
muchos jóvenes investigadores excelentes y el
programa es conocido y goza de prestigio
internacional y todos los años muchos candidatos
compiten por una de sus limitadas plazas.
En estos momentos nuestra universidad vive un
momento crítico en el que se juega acercarse al
modelo de las mejores, o alejarse de él, quizá
definitivamente. Los primeros beneficiarios del
programa Ramón y Cajal están apurando este año sus
contratos sin que, en general, hayan accedido a
plazas permanentes, con contratos estables y dignos,
con lo cual, a sus más de 35 años, en plenitud de su
producción científica, habrán de dejar la ciencia o
dejar España.
Pese a todo, la actitud de las universidades ante
este problema (que debería de verse más bien como
una oportunidad) es inequívoca: prefieren quedarse
con los de la vía tradicional. A los beneficiarios
del programa Ramón y Cajal sólo se les ofrecen
nuevos procesos selectivos cuyos baremos favorecen a
los que han seguido la vía tradicional, para llegar
a contratos de segunda categoría o bien seguir el
largo y penoso proceso de las habilitaciones para
las pocas plazas que no han sido desviadas al
sistema de profesorado no-funcionario cuyos
criterios de selección también les son
desfavorables.
¿Razones? Las universidades no necesitan a estos
investigadores porque no necesitan salir de la
mediocridad. Nadie les exige más (faltan palos) y,
al fin y al cabo, hay poco que ganar (zanahorias) y
mucho que perder: los investigadores del programa
Ramón y Cajal pesan menos en las elecciones a rector
que los de la vía tradicional. Hay, además, razones
psicológicas que podrían explicar por qué no es que
los departamentos no se quieran quedar con estos
investigadores, sino que algunos se opusieron desde
el mismo principio a que entrasen y tuviesen, quizá,
más oportunidades, por méritos, de alcanzar una
plaza de profesor.
No basta con entender el problema y sus causas: hay
que actuar urgentemente. No podemos permitirnos
perder esta oportunidad y provocar una nueva fuga, o
más bien despilfarro, de cerebros, dinero invertido
y prestigio ganado porque este programa se ha
convertido en un callejón sin salida. Hay que
reformar pronto la carrera investigadora. Aunque, al
final, cualquier sistema es corruptible y sólo una
buena dosis de palos y zanahorias basada en
evaluaciones por comités internacionales con
resultados públicos y libre elección de universidad
de los estudiantes apoyada con becas, consiga que
las universidades se esfuercen en seleccionar a los
mejores de forma autónoma (como la Constitución
impone) sin necesidad de la tutela estatal.
Hay que lograr que sean los mejores los que
investiguen aquí y enseñen a nuestros hijos. Cada
profesor-investigador mal escogido despilfarrará el
dinero público 35 años e influirá negativamente
sobre 35 promociones de alumnos, y ni estos ni
nuestra sociedad se lo merecen. Nos merecemos algo
mejor: mejores universidades.
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